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Episodio 4: “Lo prometido es una gran deuda”, por Camila Sosa Villada

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El aislamiento y el ardor

Debates, Diarios

Diarios - Marzo/Abril 2020 - El aislamiento y el ardor

En su cuarta y última entrega, Camila Sosa Villada imagina qué pasaría si todos los hombres que recibieron sus promesas virtuales en tiempos de cuarentena llegaran en el futuro a reclamarle que cumpliera. ¿Qué promesa de novedad significa una travesti para las fantasías de la heterosexualidad? Delirantes escenas para una delirante realidad.

 

Yo qué me iba a imaginar que se lo iban a tomar tan en serio como si yo hubiera firmado algo. Como si yo hubiera puesto el gancho en el contrato, o al menos les hubiera dado la mano, no sé, esas cosas que ya no pueden hacerse. Yo hice promesas como hemos prometido todos. Acá que nadie se lave las manos, acá que nadie diga yo no prometí, porque es mentira. Pero qué otra cosa podía hacer. Las promesas son las cosas más impalpables que existen, polvo de alas, virus en el aire, yo no tenía intención de que las creyeran como un compromiso adquirido a futuro. Además no hay futuro. Cómo se puede planificar sobre lo que no existe. Lo vamos haciendo día a día, en nuestra casa, prometiendo el oro y el moro a quienes nos dan su atención en un mensaje de Whatsapp o en Tinder, una miradita por Facebook, un mensaje de audio, una arroba en Twitter. Y eso los que tenemos redes. Y los que no, ahí los verás, a quiénes les prometerán cosas.

Muchos años de tristeza me ha llevado aprender que no se puede construir una vida o una obra en base a las promesas. Las promesas son un juego, un viene y va, un distraimiento, una ciencia ficción de las relaciones humanas. Largo tiempo me llevó identificar o leer una promesa. Es como un arte, saben, un arte de dominio complejo, leer cuando el otro te hace una promesa. O cuando una toma un gesto como una promesa.

Y ahora que estoy en un departamento en California, con el Pacífico rugiendo su mar violeta, aquí en la costa donde recalan muchachotes de todo el mundo a recoger la marihuana que se siembra con todas las de la ley, pienso que no me merecía tamaño desatino. Cómo van a ponerse tan locos, tan violentos, oigan, ¿no les da vergüenza?

Cuando un sentimiento es tan intenso es probable que sea un sentimiento equivocado, o algo por el estilo dice Marguerite Duras en Los caballitos de Tarquinia.

Cómo se les ocurre que pueden venir a mi casa con esas ínfulas de maridos despechados. Les hice promesas porque estábamos en cuarentena, porque no había otra cosa que hacer. Usé las herramientas con que ellos hicieron una cultura y ahora me reclaman que mentí, que tengo que pagar, que es lo que corresponde si soy noble y bla bla bla. Pero ya lo expliqué, al derecho y al revés dije mis argumentos: lo hice para vengarme de todos esos años de venir a mi cuerpo travesti a probar la cosa nueva, la carne novedosa, la textura inesperada, un rumor extraño que les suene en el oído, como un ronroneo gatuno, las gatas pardas que ellos piensan encontrarse en las alcobas para tocar el pecado de sus vidas, el pito de las travestis que tanto les gusta. Esa novedad. Años de oír sus boleros y sus réquiems y todo el tiriririrí de sus lastimeras justificaciones del por qué no podían dejarse querernos. Años de verlos ponerse en cuatro patas exigiendo de la novedad travesti, la cosa sodomítica que tanto les alborotaba la heterosexualidad. Y muy pocas veces me vieron. O se interesaron por lo que a mí me gustaba o me dejaba de gustar o había descubierto que me gustaba. Y claro, ellos querían y una iba como zonza a acatar sus caprichitos de héteros curiosos activos participativos, pero con un roce atrevido posiblemente pasivos y diestros feladores con suma experiencia en el asunto. ¿Y ellos qué novedad podían tener para mí? Si los conocía a todos. Si los vi de todos los colores y tamaños, bajo absolutamente todas las luces, si conocía la forma de casi todos sus cuerpos. Qué novedad podrían traer ellos para mí si no es el amor, que, vamos, hoy más que nunca, el amor es lo más novedoso que existe. Y con ese tan poco que dieron yo escribí libros. Una vez le dije a mi analista que la imagen era esta: ellos compraban un regalo de última hora en el peor bazar de la ciudad y se tomaban un colectivo en el que el regalo, obviamente por el apretujamiento y las torpezas, se rompía. Llegaban a casa con un regalo roto –siempre es perfecta la imagen del jarrón, porque es algo que ansiamos romper día tras día, que una se pasaría la vida rompiendo jarrones contra el suelo. Al llegar a casa recibía ese regalo que ponían en mis manos como si estuvieran dejando un manto:

mal amor mal amor / mal amor el que me diste / y a mi casa lo trajiste / y en mis manos lo dejaste / como un manto como un manto

Yo iba a la cocina y pegaba el regalo hecho añicos, porque ellos se ponían contentos de que una pudiera hacer algo con esas astillas que lograba componer.

Por eso les mentí. Les mentí porque estaba inspirada. Porque en algún lado debe una poder descargar la ficción. Como se descargan las tormentas con sus rayos directamente a la tierra. Les dije que iban a tocar el reactor nuclear de Chernobil, les dije que iban a comer carne de diabla con las manos, que podían bañarme en cuanto jugo se les ocurriera, que podían romper, amasar y quebrar cuanto quisieran y cosas por el estilo. Incluso prometí ser activísima, ser la empaladora de Alberdi si era necesario. Prometí ternuras y oídos que jamás pondría a disposición de seres tan ahorrados, saben… Seres en los que parecieran haber ahorrado sus fabricantes, de todas las luces, de todos los colores. Les dije de los chirlitos acá, y de filmar la porno casera sudaca mal iluminada y de lo mucho que iba a gritar en todos los idiomas y que podían acabar donde quisieran y que en mi cola una oficina directa del cielo atiende a cama caliente. Tenía que hacer la descarga a tierra de esta fiebre de ficción en la que estoy sumida a veces como en una meditación o una escucha para aprender algo muy sutil. Y encontré que era el momento ideal para jurar amor eterno en todas las posiciones habidas y por haber, con los condimentos que se les cantara y por un precio muy accesible.

Cuando terminó la cuarentena salí como una loca a correr por las calles y los parques, respirando dentro del barbijo el vientito a ceniza de volcán y pastizales ardidos. Dos días salí a caminar por horas, por las calles que más me gustaron en la ciudad, cruzándome con ninjas de barbijo y guante de látex y perros que nos perdieron el respeto y pájaros que, extrañados, venían a posarse en las mesas donde tomábamos café para disputarnos las medialunas. Una belleza de último mundo bañaba todas las cosas y persistíamos como especie retomando viejos hábitos y enfermizas costumbres. Esas putas costumbres que terminaron por volvernos amargos, dañinos, mezquinos y elementales como un ladrillo. La primavera repuntaba en flores que eran más hermosas que cualquier piel y nos encontrábamos con las veredas que habían sido nuestras y se podía escuchar a la doña decir: te acordás Carlos, acá me besaste por última vez antes de la cuarentena, era verano, te acordás, cuántos años pasaron, tantos, no me quiero acordar, mirá. E inevitablemente me invadía la sensación de entrar a una casa muy limpia.

De manera que salí a caminar por horas, durante una semana, por la mañana y por la tarde. Al volver al departamento encontraba algunos mensajes en Tinder, otros en Whatsapp, otros en Instagram… en todas las cuentas. Cuándo nos vemos, quiero verte, quiero que hagamos todo lo que dijimos que íbamos a hacer, qué bueno que ahora puedo ir a verte, invítame a tu casa.

¿No les sucede que encuentran como de las cosas más patéticas del mundo que el galanazo de turno nos pida que lo invitemos a nuestra casa? A mí me dan mareos de lo patético y cobarde, el nivel de vagancia sentimental para pedir que le resuelvan el encuentro hasta ese punto. Pero eso no venía tan al caso.

Luego un día, bajé a caminar como todos los días, el octavo después de la cuarentena y vi a uno chico parado en la esquina de casa, que me observaba con ojos de gato y se masajeaba el bulto con descaro. No le importaba que lo mirara desconcertado la hilera de vecinos chusmas firmes como ligustrinas perfectamente podadas. Nada. Yo me asusté y apuré el tranco. Llevaba mi celular en la riñonera y lo sentía vibrar constantemente. Pensaba que quién tenía tantas ganas de comunicarse conmigo y como todavía duraba el miedo al coronavirus me asusté y creí que había pasado algo con mis padres. Miré el teléfono y tenía: veintisiete llamadas perdidas de Mauricio. Ocho mensajes de audio de Gus C. Dos largos mails del escritorcillo, catorce reclamos del psicoanalista, veintiocho emoticones del cheto, y así. Y siempre la misma pregunta: ¿Cuándo nos vemos? ¿Cuándo te veo? ¿Cuándo nos juntamos a hacer lo que dijimos?

Decidí regresar al departamento a tranco largo y veloz, pensando: estos pendejos quieren cogerme con los rosarios puestos. ¿Quiénes se creen para pretender cogerme con esa ristra de cuentas de plástico con un hombre crucificado en medio? ¿Cómo se permiten pensar que yo voy a dejar que me invadan con los pormenores de su torpe educación que no entendió el gesto que hice al desconectarme de las redes, apagar el celular y la atención, una vez pasada la cuarentena? ¿No vieron el humo de la bombita que tiré delante de sus pakis ojos de barro? Todo eso pensaba cuando, al girar la esquina para ir a mi edificio, me encontré con tres varones que miraban hacia arriba como esperando algo. Mauricio, Gus C., y el escritorcillo con la ristra de escritos comodines a mano: Deleuze, mucho Deleuze… Me detuve en seco al verlos porque me dieron terror, entonces me puse la capucha de mi campera deportiva, me ceñí el barbijo, me puse gafas y comencé a caminar a las chuecadas pero con sutileza de buena actriz. Cerré la puerta tras de mí y subí a mi departamento repitiendo: en qué te metiste Camilita.

Al otro día me urgía hacer compras, ya saben, la cuarentena había terminado con todo. Me había masticado hasta los zapatos, hasta los cintos había chupado con desesperación. No quedaba en la alacena más que té y unas galletitas de mierda. No quise prender la computadora o el celular. Mis padres tendrían que soportar que me desconectara por un tiempo y mis amigos sabían cómo encontrarme. Me disfracé con un sobretodo que me compré en una feria de ropa usada, unas faldas largas de evangelista mística y el barbijo, el pelo recogido con discreción, sombrero y gafas. Al salir estaban ahí, de nuevo, estos tres de la noche anterior pero ya había de otros colores y tamaños. Y todos miraban hacia mi departamento con una expresión desesperada y peligrosa, como quien espera un mesías, como quien espera un amor. Ver toda esa soledad mal administrada me amargó y me puse toda fóbica y al volver de hacer los mandados y comprobar que continuaban ahí decidí hacer lo que me había jurado nunca hacer que era llamar a la Policía. Al prender el celular, directamente salían chispas entre reclamos y propuestas y fotos en primer plano de sus pitos, mustios, tristones, llenos de expectativas y de excesiva fe en sí mismos. Llamé a la Policía y por supuesto, me dijeron que nada podían hacer, porque bueno… así es mi antiguo país, la vida de las mujeres vale menos que la nafta de un patrullero. Y llamé a mis amigas e inmediatamente vinieron y se pusieron pálidas. Las maricas se ofrecieron en rondas para aliviar a los demandantes de mi culo, se pavonearon, hicieron mohines y retorcieron la cintura como si estrujaran el trapo de su piel. Algunos, por suerte, accedieron a sus encantos y se fueron a fornicar por los callejones del barrio, impregnando el aire de un sucio perfume a romero. Ya te solucioné al psicoanalista, me escribía una. Ya se tranquilizó el chef, me escribía otra. Pero claro, yo había chateado con tantos que parecían reproducirse con el puritito contacto. Y, desde los balcones del departamento, mis amigas y yo veíamos cómo se hacían amigos entre ellos, todos con la debida distancia social, todos con barbijo y guantes de látex, como preservativos duros cubriendo esas manos que eran como penes golpeando las flores.

—Algo tenemos que hacer —dijo la una.

—Pintó escrache ya. Avisá en las redes, Camila —dijo la otra.

—Llamá a tus viejos y a los medios —dijo la otra y repitió la otra y la otra sugiriendo todo lo que debía hacer.

Gritaban ¡Ya, Camila sal! ¡Camila queremos una satisfacción por las promesas que hiciste! Uno por uno, toda la noche como la Cándida Eréndira, o en grupos de a cinco hasta que termine el mes. Y los vecinos como locos gritando que se callen y amenazándome a mí con que iban a abrir la puerta si no se iban, porque ellos querían dormir.

Pronto llegaron los medios con la habitual discreción de toro en un bazar y prendieron luces y cámaras y a tirar piedras con mensajitos al edificio. Salí. Y fue el desastre total.

Bajé dignamente bajo el manto de Isabel Sarli y esa especie de martirio digno que tenía la Tita Merello en ciertas escenas y abrí la puerta. El rumor se congeló y todos callaron un momento. Había bajado desnuda, untada en jugo de remolacha, en un último berretín de happening, y les grité: ¡Qué quieren de meh! Con un coraje travesti que me había vuelto por entero porque además sabía que mis amigas estaban todas armadas con lo que habían encontrado en el departamento.

—¡Que me entregués el culo, puto! —gritó uno que no recordaba de ningún chat y que blandía en el aire un pito erecto que parecía de piedra.

—Uy, eso está muy duro amiga, me dijo una de mis amigas y todas rompimos en carcajadas y ellos a eso se lo tomaron como una afrenta y pasaron por encima de los periodistas, todos apuntando con sus vergas caprichosas hacia el cuerpo de mis amigas y el mío, que estaba en cueros y lleno de remolacha. Cerramos la puerta a velocidad luz y subimos todas en el ascensor viendo cómo le daban de patadas a los vidrios de la entrada y pisoteaban periodistas.

Llegaron en colectivos, en sus propios autos y en cuestión de días tuvieron que cerrar las calles a la redonda porque ya era imposible transitar, de tantos hombres que venían a reclamar lo prometido. Y llegaron más periodistas. Y las feministas se solidarizaron y vino la FIT y el travas que fueron las más vivas, se llevaron a los romeos que estaban dispuestos a canjear mi deuda con sus cuerpos y ya me avisaban otra vez que tal se había rendido y que tal se había rendido también.

Mis amigas se fueron al primer día porque era más seguro para ellas, pero todo el día estaban enviándome sobres con cartas perfumadas, en drones perfectamente adiestrados para ser palomas mensajeras. Y así también me enviaban comida y regalitos del más cariñito amado y, la verdad, no estuvo mal volver a mi cueva colorinche, con los más divinos tonos, pero pronto me di cuenta de que el asunto no iba a menguar. Que la pandemia podía terminar, pero el corazón machirulo devorador de los hombres jamás. Que no iban a detenerse. Ya prendían fuego, ya los vecinos tiraban piedras desde sus balcones. Una vieja bañó a un grupo de reclamadores con agua hirviendo y fue la mar de problemas, ambulancias, sirenas, la gente gritándome que yo era una puta, una cualquiera. Hasta el Perro, ¿se acuerdan de él? ¿Aquel por el que empecé llorando la bendita cuarentena? Bueno, hasta él había venido a echarme broncas, a hacerme reclamitos de amante celoso y bravo y con qué cualquieras yo le había puesto los cuernos y todo de una ruindad que mejor ni les cuento. Entonces ideamos un plan con los vecinos para que pudiera escaparme por el primero D, que tiene un patio que da a los fondos de la cuadra donde, por lo general, de noche no había manifestantes. Me sacaron colgando de muchas sábanas atadas entre sí y tuve que saltar patios hasta llegar a un coche donde me esperaban mis amigas, con el corazón en la mano y un champán rosado que fue amigo fiel durante toda la cuarentena.

Para sacarme del país había intervenido el consulado mexicano y me enviaron directamente a la región más transparente donde me cambié el nombre a Rosa Jirones y me hice taxista y aprendí a defenderme a navajazo limpio y me puse de novia con un tapatío de ojos orientales color gris, con un pechote bien prodigioso que me mantiene a mole y enchiladas todos los días a la semana, con un amor que no se hace promesas sino que se encuentra por la noche al finalizar los trabajos del día y se quita los barbijos y va desnudito a la cama a hacer la deliciosa, como le dice una amiga.

Allá en Argentina quedaron por años varados los cuerpos a los que había prometido lo que todas las noches doy a mi tapatío color de bronce. Hicieron un juicio al Estado, alegando que fue parte de su salud mental sostener la esperanza de un polvo conmigo, aunque bien sabido es que a ellos lo que les calentaba era la cosa sumisa, tener una esclavita que no les hiciera preguntas y diera respuestas claras: más, así, no hay nadie que folle tan bien como tú, cari.

Ahora estamos en California, un poco de vacaciones y un poco promocionando el libro Las cien formas de usar un dildo. Nos alquilaron un departamento precioso a la playa y unas gaviotas vuelan oscuras en el horizonte. Por la noche cenaremos con Sean Baker y el menú promete todos los oros y rubíes del mar.

El tapatío se pasea en boxers mientras responde mails de trabajo y reniega y reniega como si estuviera resolviendo el mundo. Anoche estaba molesto, habló de puras matemáticas y durante el polvo varias veces se distrajo mirando el mar que casi amenazaba con entrar por los balcones.

Extraño un poco el barrio. Todo quedó tal y como lo dejé al partir, perseguida por la idiotez de un par de tipos que creyeron en mis mentiras de apocalipsis, mis cuentitos de fin de mundo. Y aunque estoy embarazada de cinco meses y una semana, pero esto es novedad en serio, que ahora las travestis parimos hijos por el culo, a veces miro con sentimentalismo mis épocas de soltera promesante que ardió durante la puta pandemia del COVID-19.

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