Episodio 3: “La alegría del morir”, por Elsie Vivanco
Diarios - Julio/Agosto 2020 - Paso a paso
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El ritmo de fondo en este recuerdo es un ritmo maravilloso. El recuerdo lleva a Elsie Vivanco hasta un rancho al que le falta el agua. El idioma que es esquivo y los gestos que no se comprenden resumen el hartazgo por una tierra devastada y una incomunicación que es implacable.
Estoy escuchando a Satie tocado por Jorge Zulueta, una maravilla, y justo me llega un video, ese hartazgo en la información, de los mejores intérpretes brasileños cantando himnos a la vida, canta, canta minha gente y a cantar y bailar y no los abrí, estaba en Satie, pensé cuando los vi, pero ¿qué les pasa? se están muriendo como moscas con flit por culpa de ese presidente genocida y siguen cantándole a la vida, ¿son boludos? Perdón, son maravillosos, cantando canta, canta minha gente, pero nuestros pueblos siguen en lo mismo desde que empezaron a exterminarlos. Yo preferiría en vez de estar llenos de vida frente a la muerte estuvieran llenos de muerte y odio para masacrar a la hez que ha producido tamaño exterminio.
Continúo con los ranchos.
El anterior es el rancho que no hice y el que voy a contar en parte es el rancho que perdí.
No voy a describir una playa tropical, ni sus morros vegetales, ni las enormes piedras que sellan la playa en sus extremos. Ahí a 200 metros del mar por encima, entre el matto y después de un bosque de bambúes, estaba la casa. Sencilla, hecha por los pescadores más ricos del lugar por lo que le habían metido cemento por doquier y techo de fibrocemento. Nada que ver con la forma original de construir en esos sitios: barro, caña y techo de paja, especiales para el calor. Pero el hombre que me la vendió, cuando dueño ya de dos barcos pesqueros, se la creyó y usó materiales de ricos, cemento, vidrio, chapas. El asunto fue que la quise reedificar con criterio tropical y pregunté y me dieron nombre y dirección de un lugar a unos 10 kilómetros por la costa.
Llegué en barco, claro, porque caminos interiores no existen, no se hacen por ser una zona protegida. No había playa ni muelle, solo una rampa que arrancaba con palos paralelos a la costa y se hundían en el mar agitado, separados uno del otro unos 20 cm. Mientras dudaba donde iba a poner el pie, ellos, los del lugar, miraban tranquilos y serios, si, serios, no se reían de mis temores, ni se rieron de mi ineptitud para trepar por la rampa. Los del barco les gritaban cosas por sobre el ruido del mar y el motor, quién era yo, para qué había ido y algunas cosas más que por suerte no entendí.
Eso de no entender correctamente ese portugués de piel ya me había venido bien en otras oportunidades que hube de liar con los que vivían en el sitio de mi nueva casa. La casi totalidad era blanca y salvo la familia dueña de los barcos, vivían y trabajaban como pescadores. Para ellos no había intercambio de dinero ni nada ni dónde comprar. El patrón, lo llamaremos así, les proveía de arroz, aceite y parte de la pesca del día. También producían farinha que luego contaré el proceso, y la repartían. Sus casas estaban asentadas a lo largo del río para tener el agua a mano y cocinaban fuera con fuego. No había basureros porque solo tenían desperdicios orgánicos que les tiraban a las gallinas con las que compartían una comensalía. Solo había un pequeño basural de papeles higiénicos en un rincón del matto. El rollo de papel era un lujo que se daban. Un día llegué en barco con inodoro, lavatorio y los sistemas de cañerías bien sencillos que usan en Brasil. Cortar y pegar, no hay problema, y así armé un baño en uno de los cuartos de la casa. Faltaban dos cosas importantes: la llegada del agua y la salida. Quiero intercalar que no había podido conseguir alguien que me ayudara (¡querían dólares!) y tampoco sabían hacer nada que no fuera lo suyo propio. Si le daba a uno un tornillo para que fijase una ventana, al rato oía cómo lo martillaba. Así que trepé una mañana la loma buscando la parte más alta del río donde no hubiera habitantes, llevé unos 400 metros de manguera blanda e instalé el extremo bien amarrado, el resto que iba bajando lo dejé en la superficie. Tampoco voy a contar las dificultades que tuve para terminar las conexiones pero lo logré, mal o bien, más mal que bien. Pero un día se interrumpió la entrada del agua. Trepé por el morro hasta que encontré el caño cortado y saliendo el agua a chorros. Bajé hasta las casas y salió una mujer blandiendo un machete y diciendo cosas que no entendía, parecían insultantes, airadas; me fui algo avergonzada porque sentía que tenía razón, el agua era más de ella que mía. Como dijo un extranjero explicando mis dificultades en el sitio: los brasileros y los mosquitos estaban antes que vos. Consulté con el Patrón y me dijo que ella quería algo que le correspondía: tein razón, decía, tener agua como yo, ¿por qué no? Así que, puse una T en la manguera cortada y le bajé un caño con agua hasta el río frente a su casa.
Sigo en el sitio del hombre que sabía hacer casas. Conversamos, más bien, yo contaba lo que quería de él y él escuchaba y la mujer cocinaba. Me hizo unas papas fritas, las más ricas que comí en mi vida. No eran de papas sino de mandioca y luego me dieron una cama en un resguardo de la casa donde los mosquitos abusaron de mí, caían en picada con zumbido de motores Focke-Wulf, implacables, atravesaban bunkers. Pasó la noche y salimos al alba, pleno matto para llegar a los grandes árboles y seguir luego a Ponta Negra, mi sitio. Íbamos con el hombre por entre la hojarasca, lianas, palmeras, árboles perdidos en el cielo, él a buen paso sólo con ojotas, yo a los trompicones sólo con zapatillas y pinchazos y seseando como perro de verano... Y en un claro producido por el inmenso árbol al caer, estaba, igual a un barco naufragando entre ramas propias y la de otros árboles que había volteado, casi florecido sobre los escombros vegetales, casi de nuevo brotando. Y el hombre se sentó, comenzó a liarse un cigarrillo y me explicó. Me explicó más de lo que dijo, quiero decir él hablaba de su trabajo en el bosque, ese matto que cuidaba y a veces aprovechaba, que se correspondían las comunidades costeras y el matto, los unos a los otros como dos individuos y aun así y por resguardo, no habían dejado entrar las motosierras. Y siguió contando cómo iba a ser el proceso para hacer las columnas de la galería, los fustes de los ventanales, cuadrar los rodillos con la hachuela, cortar el tronco en 3 partes de 3 metros y en los extremos hacer las caladuras para atar sogas para arrastrarlos. Y me contó que eran muchos los días y esfuerzos para transportar cuesta abajo los troncos al sitio. Como nunca lo vi hacer y quería escribir eso mismo que él me contaba, empecé a imaginar escenas y me decía, será así o asao... Lo que me contaba sobre las tareas que debería hacer para conseguir una columna, desde el hachado del árbol, luego darle con la hachuela para encuadrar el rolo, luego bajarlo a la aldea y así siguiendo no puedo ahora en estos días de pandemia mientras los escribo, no puedo menos que relacionarlo con el exterminio de la Amazonia agudizada si por la pandemia y la ayuda del gobierno actual genocida, cuantas miles de hectáreas quemadas para hacer soja y ganadería, cuántos ríos devastados para hacer embalses hidroeléctricos, cuantos dueños de la tierra exterminados en esta saqueo del hábitat. ¿Este es el planeta que deseamos? Estoy harta.
Hace 20 años una persona común no sacaba muchas fotos, al menos yo, guardaba los recuerdos como se los estoy mostrando con el añadido del paso del tiempo y las refacciones que hace la memoria. No tengo nada que atestigüe aquello que estuve mirando en la casa de la farinha, cómo la hacían el matrimonio que me vendió la casa y que eran los dueños del lugar. La había visto a ella mujer de 60 para arriba, no se sabe, pasar por frente de mi casa con un atado de mandioca en la cabeza, bajaba de su terreno de labranza. La casa de la farinha estaba hecha de bambúes verticales, paredes y techo de sapé, una paja algo parecida a nuestra paja brava pero más larga. En distintas partes se hacia la producción. La primera rayar la mandioca en grandes cuencos largos de madera y dejarlos inclinados para que escurran esa especie de almidón que tienen y no es bueno. Luego pasarlo a otros cuencos donde eran aplastados por piedras como ovejas que caían sobre la ralladura para terminar de exprimir. Tenía un sistema de brazo con contrapeso que subía o bajaba tirando de una piola. La cuarta fase era tostar esa fibra en grandes pailas chatas de cobre de 1,50 cm de diámetro asentadas sobre un fogón y, ellos dos, macho y hembra, con rastrillo parecidos a lo de los croupier de Montecarlo, revolvían la ralladura con paciencia, beatitud budista, a un ritmo ahora yo ahora vos y así hacían la farinha en la casa de la farinha y luego la repartían entre los habitantes de la aldea que les brindaban el servicio de pesquería, como parte del pago.
Elsie Vivanco nació en Buenos Aires en junio de 1936. Vivió hasta los 11 años en las inmediaciones de la ciudad de Córdoba, en el campo, luego en Capital Federal y dos veces más en las Sierras de Córdoba. Tuvo oficios y trabajos como psicóloga, psicoanalista, ama de casa, madre de dos niños, artesanías, hizo géneros estampados con sellos de India, arregló ranchos en la Sierra y casas en Buenos Aires que iba comprando y vendiendo. Crió caballos y en el entretiempo de todo ello escribía. Ha publicado Baile. Muelle. Barco. Iglesia. Calle. Manana. Mar. Bosque. Casa. Muerte. Orden. Antemuerte (Ediciones Último Reino, 1988), Otro Animal (Ediciones Último Reino, 1991, Tercer Premio Municipal de Narrativa Ricardo Rojas, 1992-1993), Cuentos de Provincia (Bajo La Luna Nueva, 1997, Segundo Premio Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial 1996), S/T (Alción Editora, 2005), Cuaderno de notas (Alción Editora, 2009), Dos Libros (Editorial Mansalva, 2016) y Glaucoma (Edición particular, 2020).
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