Episodio 3: “Coronabilis”, Por Juan Diego Incardona
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden
Los canales de televisión, cuando no pasan noticias sobre el virus, pasan programas ya emitidos. La pantalla retrocede décadas y, con ella, la vida del espectador. Nada más peligroso para el humor del melancólico que ver pasar la cuarentena sentado en un sillón. En este episodio, Juan Diego Incardona descubre las trampas que la angustia va dejando en el living.
(…) Esas cosas pudieron no haber sido.
Casi no fueron. Las imaginamos
en un fatal ayer inevitable.
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
del ya será y del fue, de aquel instante
en que la gota cae en la clepsidra…
Jorge Luis Borges
Todo tiempo pasado fue mejor
Para mantener entretenida a la teleaudiencia, como ahora la grilla quedó medio vacía de programas en vivo, hace varios días que en distintos canales pasan repeticiones: partidos de fútbol de la historia de los mundiales, shows musicales de otros años, concursos de preguntas y respuestas con gente en el estudio, programas de chimentos cuyos panelistas discuten acerca de peleas en la farándula, infidelidades y culebrones de una época dorada sin barbijos ni alcohol en gel.
Me llevo el café al sillón del living y entonces apunto el control remoto.
ATC Canal 7, año 1998: el Bati le hace un gol a Japón en el debut de la selección argentina en el Mundial de Francia.
Canal 9, año 2002: Marcelo Tinelli, bajo una lluvia de papelitos, abre Videomatch cantando “Una cuestión de actitud” de Fito Páez.
Telefé Canal 11, año 2003: Susana Giménez baila con marineros a bordo de la Fragata Sarmiento en Puerto Madero.
Canal 13, año 2005: Araujo y Macaya comentan el superclásico en el entretiempo, que por ahora gana Boca 1 a 0 con gol de Guillermo Barros Schelotto.
América TV Canal 2, año 2005: Jorge Rial cuenta en Intrusos que a Rocío Marengo le hicieron creer que hablaba por teléfono con Pipo Cipollati.
La transmisión parece entrecortarse y por momentos las imágenes sepia se mezclan con la lluvia de la estática. Las figuras de aquellos personajes se desarman en puntitos, gotitas, miguitas, papelitos, pajaritos, ramitas, vientito. Oscurece.
Y no quiero levantarme del sillón para prender la lámpara. Afuera, la tormenta recrudece y de pronto un rayo cae cerca de casa y me deja sordo y ciego; los edificios retumban, se inflan los ambientes y explotan los vidrios y en cámara lenta la gente se desploma en el vacío junto a sus muebles y sus tazas de té. Los teléfonos suenan al mismo tiempo y se caen de las mesas; como un rosario de últimos alientos, padrenuestros y diostesalvemarías de vecinos arrodillados frente a los celulares cuyas fotos de hijos, padres, madres, también se deshacen en la estática. Entonces las bocas se llenan de fuego y de humo: que no me enferme de coronavirus, que no me despidan del trabajo, que mis seres queridos puedan comer y no les falte nada y que yo pueda volver a verlos y besarlos sin barbijo y tocarlos sin guantes, por favor Diosmíoayudame, que el mundo no se acabe.
Y ahora me acuerdo de cómo me gustaba ver las tormentas, especialmente sobre el mar allá en el horizonte; bien podría sintonizar de nuevo los canales y verme en Canal 7 en Las Grutas con Ana 1; o en Canal 9 en Mar Azul con Natalia 1; o en Telefé en Claromecó con Ana 2; o en América o Canal 13 en Mar del Plata con Natalia 2; porque si la programación en la TV es del pasado, nosotros también podemos serlo, y de nuestras mejores fotos, de cuando salíamos jóvenes y hermosos, sin necesidad de filtros, pura vida hermano.
Ahora sé qué cosas piensa uno antes de morir.
Yo creí que era un afortunado por estar bajo techo, pero las gotas puntiagudas de esta lluvia atraviesan chapas, tejas y hormigón y se me incrustan en el cuerpo y la cabeza y me lastiman como las monedas al mendigo. Otro rayo cae y vaya a saber qué es lo que ha desencadenado su energía, porque las interferencias disminuyen y entonces recupero la señal de la TV. Los canales retroceden todavía más y ahora transmiten la década del ochenta.
ATC canal 7, año 1983: Efraín saluda a los niños que llegan a la escuela en Señorita Maestra. ¡Ala, ala, blancas palomitas!
Me acuerdo de que estaba en sexto grado y estaba muy enamorado de Meche, el personaje que interpretaba Gloria Carrá. Muchos años después, en mi época de vendedor ambulante, una noche me la encontré por los bares de Palermo Hollywood y no pude evitar confesarle aquel amor. Ella no me dijo nada, pero yo le regalé un anillo que se llamaba “La gota que rebalsa el vaso de tus encantos”.
En un gran cuento de Julio Ramón Ribeyro titulado “Al pie del acantilado”, los protagonistas, que vienen huyendo de policías y escribanos, toman una playa cuyos baños han sido abandonados porque “los últimos concesionarios no habían podido soportar la competencia de las otras playas ni la soledad ni los derrumbes y que por eso fueron llevándose todo lo que pudieron: se llevaron las puertas, las ventanas, todas las barandas y las tuberías”. Después, el narrador reflexiona: “el tiempo hizo lo demás. Por eso, cuando nosotros llegamos, sólo encontramos ruinas por todas partes, ruinas y, en medio de todo, la higuerilla”.
Ruinas y una planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. He aquí el amor. Ni rosas ni jazmines: higuerilla, sobreviviente entre las rocas, junto al gran océano que, día a día, se lleva alguna parte de lo que fuimos para hundirla en el horizonte donde brillan las tormentas y aniquilar nuestros egos hasta pulverizarlos y convertirlos en sal.
Modo repetición
Sombrita del fondo del mar, del valle de la muerte, sombra, como el cuervo: nunca más; ahora es la hora infectada, eléctrica peste enchufada a todos nosotros, almas bellas vestidas con prendas descosidas y caras desfiguradas que algún día -era verdad- nos cortaríamos los ojos, nos quemaríamos las bocas a propósito, nos arrancaríamos las orejas igual que el pintor, pero conservaríamos las manos para escribir un diario del fin del mundo, todo lo que nos pasa, todo lo que necesitamos expresar o más bien sacarnos de adentro, un cálculo en el corazón, un deseo insatisfecho, un sueño jamás realizado.
Y ese peso es casi imposible sacárselo de encima porque, aunque sea un recuerdo que tal vez pudiera olvidarse, o un pecado perdonarse, o un mandato rebelarse, siempre es, además, un sentimiento. ¿Y cómo nos arrancamos un sentimiento? ¿Qué cirugía podría extirpar una parte del alma?
Me han dicho que todos tenemos un sentimiento dominante. Algunas personas están estructuradas en la culpa, otras en el miedo, otras en la incredulidad. A mí lo que siempre me ha pasado, desde chico, es la melancolía. Los griegos le decían bilis negra. Atrabilis. Eso es lo que soy, un melanco, nostálgico de lo que se fue, de lo que se perdió, atrabiliario, color negro formado de una parte cenagosa de la sangre o de la bilis segregada por el páncreas.
En esta cuarentena, al fondo del PH de la calle San Luis, la máquina del tiempo me lleva siempre a los mismos años. Como si mi vida fuera un disco rayado. ¡Qué tiempos aquellos! Nuestro mundo se venía abajo y sin embargo éramos felices.
Años noventa.
Cuando el primer cordón industrial se transformó en un cementerio de fábricas, yo me recibí de técnico mecánico. Debajo de los puentes y los árboles, se ahorcaban los vecinos de la generación anterior. En las ruinas encontramos, sin embargo, una época de oro: nuestra juventud. Villa Celina, Villa Lugano, Villa Madero, Villa Insuperable y todas las villas del sudoeste se habían convertido en un escenario post-apocalíptico, destruido y hermoso, donde Tanguito ya no tocaba en el baño de un bar, sino tirado en una esquina con todos nosotros, guitarras criollas y armónicas, las primeras canciones del rock barrial.
Imagino ahora mi barrio: chicos sentados con barbijos a un par de metros de distancia tocando en las lomas de la Riccheri las canciones de la nueva crisis. Antes o después, jóvenes ni-ni, guardianes de esquinas, mal vistos por los seres humanos; bien vistos por los perros callejeros, compañeros eternos.
Pero en aquella época tuvimos que crecer y salir a buscar trabajo. Cruzando la General Paz, las distancias avanzarían, más que cuadras, años, y entonces nos veríamos como cadetes de saco y corbata, o manejando taxis y colectivos en el centro, o vendiendo en las mesas de los bares, cruzándonos de vez en cuando, buscando en nuestras caras viejas las caras infantiles que sobrevivirían en los flequillos rectos que, pese a todo, conservaríamos hasta la muerte, por si acaso tuviéramos que levantarnos de las tumbas después de una pandemia, zombies o sonámbulos, cualquier noche, cuando ya no existiese el barrio ni el país, para subir otra vez al tanque de Olavarría y Martín Ugarte, la última edificación en pie de la Argentina, adonde tocaríamos canciones fúnebres, a veces, lentas, como el blues, a veces, rápidas, como el rock and roll.
Treinta años después, mi memoria se renueva mientras se oyen sirenas de ambulancias. Afuera, los pájaros duermen sobre las puntas de los postes y en la calle flotan los coronavirus bajo una tenue luz de trasmundo. El horizonte se alarga como un diapasón hasta la boca de una enorme guitarra, un gigantesco agujero negro en cuya atmósfera vibran solamente cuerdas graves. En ese abismo, se arrojan los espíritus adolescentes.
Mi mayor, la mayor, fa sostenido menor, si menor, re menor, mi menor, otoño, cuarentena, se hace de noche.
La máquina del tiempo se vuelve loca y entonces empiezo a rebotar en distintas personas. Puedo verme, como si hiciera zapping en la tele, un rato con cada novia. Allá estoy, vendiendo objetos maravillosos con Ana 1; paseando a Ayax con Natalia 1; nadando en Baradero con Ana 2; viajando al sur con Natalia 2.
¡Basta!
Enloquecido, abro mi cuero y meto la mano en el interior pegajoso y caliente, corro las vísceras, corro el hígado, los pulmones, en busca de la melancolía maldita que me domina y entonces doy con el músculo repetitivo que, de pronto, se paraliza. ¡Cobarde!
¡Me muero!
No sé si alguien llama al 107 o si un fantasma del PH de San Luis se materializa para socorrerme, pero, uno, dos, tres, cuatro, masajes cardíacos me reviven, respiración boca a boca, abro los ojos y entonces me levanto a pesar de la arritmia, maldito corazón, vivo, muero, vivo, muero, como un pájaro bobo que canta siempre lo mismo. Ana, Natalia, Ana, Natalia. ¿Si escucho? Claro. Llueve. Truena. Relampaguea. La bombita explota en mil vidriecitos y los vidrios en vez de caer parece que flotaran, caen un rato y después ascienden de nuevo, cristales en el living perforan el techo y todo queda a la intemperie, bajo las estrellas y la luna llena, la gata Lila, la pelota Wilson, los muebles, el teclado de la compu, en mis ojos los recuerdos, en mi boca la saliva infectada de coronavirus, sabor amargo, con gusto a bilis, del fantasma que logró resucitarme en la máquina del tiempo.
Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires en 1971. Dirigió las revistas el interpretador y La perla del oeste. Coordinó el área de Letras del Espacio Cultural Nuestros Hijos (Madres de Plaza de Mayo), trabajó en la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP), en el programa Memoria en Movimiento (Jefatura de Gabinete de la Nación Argentina) y fue profesor en la Universidad Nacional de Hurlingham.
Publicó Objetos maravillosos (2007), Villa Celina (2008), El campito (2009), Rock barrial (2010), Amor bajo cero (2013), Las estrellas federales (2016) y La cárcel del fin del mundo (2019), además de cuentos en varias antologías. Coeditó Los días que vivimos en peligro (2009). Dicta talleres literarios y actualmente es director de la Casa de la Provincia de Buenos Aires.
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