Episodio 4: “Los peligros del arte didáctico”, por Andrea Garrote
Partiendo de una película que le mostraron las monjas de la escuela primaria para que no cayera en las drogas, Andrea Garrote se pregunta qué puede enseñarnos el arte. Un artista, ¿enseña algo? Entre lo que nos proponemos y lo que se transmite, hay un camino sembrado de malos entendidos, buenas intenciones y algunos likes…
Sigo aislada en mi casa de Caba. ¿Cuándo fue que empezamos a llamar Caba a Buenos Aires? La diferencia de sentidos entre ambas palabras es casi tan enorme como la diferencia de sus huellas sónicas. Buenos Aires sin su esplendor, es Caba.
Hemos vivido un año sin la belleza de sus librerías, teatros, cines, milongas, universidades, escuelas, tertulias, fiestas y conciertos.
Adhiero profundamente a la frase de Gramsci: “La batalla es cultural”. No desde una idea dicotómica de solamente dos bandos, cada uno con sistema de ideas rígidas que pretende imponer. Pienso la cultura como una usina de pensamientos, producciones artísticas y científicas que sean producto de la libertad que surgen de los lazos amorosos de las comunidades y que a su vez los crea y los fortalece. Sin un medio en el medio. Ahora estamos resistiendo en la trinchera. Y vuelvo a pensar en la responsabilidad del artista para con el mundo y en su especificidad. ¿Cuál es esa especificidad, más allá de la responsabilidad como persona? Muchos resuelven esa pregunta fácilmente; usar la visibilidad que se tiene, puede ser poca o mucha para apoyar causas nobles. Poner el cuerpo en una marcha y ahora poner la cara en un video que se descarga en whatsapp, replicar a tal hora todos juntos para tener muchos “vistos”. Otros se desvelan con la producción de obras temáticas, la obra tiene que educar, la obra tiene que conmover las almas insensibilizadas, tiene que despertar conciencias, visibilizar determinadas problemáticas.
He hablado con varios amigos actores, que durante esta cuarentena se han conectado con su vida anterior a comenzar el ejercicio de una práctica teatral. Reímos entre nosotros para salir de la amargura, un poco avergonzados; hacemos chistes sobre “mi vida sin el teatro”. Mi vida sin el teatro es mi escuela primaria, quizás por eso al inicio de la cuarentena más larga del mundo me puse a escribir sobre ella. Comencé este diario con recuerdos de los juegos de la infancia. Y ahora me acuerdo de mi primera experiencia con el arte educativo, fue en la escuela de monjas, un siglo atrás pero su efecto se fijó en mí con nitidez y la voz de esa niña comienza a fluir.
En séptimo grado las monjas nos pasaron una película contra las drogas. La proyección era casi tamaño cine aunque doméstico, sobre la pared del aula de plástica. Primero un locutor con tono ecuménico contaba acerca del flagelo de la droga mientras pasaban imágenes de jóvenes alegres jugando y paseando por las calles de una ciudad norteamericana. La droga en nuestras mentes era una unidad. No teníamos ningún tipo de información sobre la droga o las drogas, el plural se usaba de manera indistinta para las únicas frases con la palabra droga que alguna vez habíamos escuchado. Ejemplo: ese boxeador cayó en la droga o ese boxeador cayó en las drogas. En las drogas se entraba, se caía y se salía o no se entraba, no se caía y no se podía salir. A los ocho años yo me había enamorado de Charly García, no sé si era enamoramiento, lo quería mucho y había escuchado que Charly “se daba”. Mucho tiempo después entendí que “se daba” con drogas. Y me preocupé.
“Yo no quiero volverme tan loco” sonaba una y otra vez en la radio. Charly no quería vivir paranoico, ni sentir esa depresión y lo imaginaba pateando basura mientras cantaba; yo no quiero morir en el mundo hoy. ¿Era un grito de auxilio?
Durante unos meses pensé en cómo ayudarlo para que no terminara tirándose por el balcón. Cosa que hizo años después con los astros de su lado porque salió mágicamente ileso.
En los primeros quince minutos de la película no pasaba nada, pero en los últimos diez minutos, sí. La voz empezó a contar la historia de Cristian, un muchacho que con sólo quince años había caído en la droga. El muchacho era hermosísimo y tenía un semblante de desprotección que nos conmovió a todas profundamente. Primero Cristián accede a fumar un cigarrillo de droga en un parque. La voz advertía sobre las malas compañías. Enseguida el joven acepta robar un pasacassette de un auto para conseguir más cigarrillos de drogas. En la siguiente escena aparece llorando en un cuarto y furioso corre una cajonera para trabar la puerta, “porque estaba antisocial -decía la voz- y ya no podía ver a nadie.” Tampoco podía dormir y abundaban planos de su rostro sudado gimoteando inquieto. Ninguna de nosotras entendió bien si fue por efecto de la droga o de la falta de droga que el bello Cristián vestido solamente con un pantalón pijama y sin remera abrió grandes sus ojos color caramelo y se acuclilló en el vano de la ventana de su habitación mirando fijamente el amanecer. Empezó a murmurar cosas que no se escuchaban, una música emotiva lo inspiraba. Nosotras estábamos fascinadas.
—Es lo más lindo que vi en mi vida—, dijo Karina Raya con un tono de camionero que siempre nos hacía reír, pero esta vez, no nos reímos. Casi ni respirábamos. El chico empezó a mover sus brazos como si fueran alas.
—Ay no, se cree pájaro porque está drogado—, gimió Alicita Fernández y me tomó la mano. La luz del sol se hizo más potente y Cristián se fue poniendo de pie y mirando al cielo se lanzó por la ventana. Fin. Apagaron el proyector y prendieron la luz, casi todas nos descubrimos secándonos las lágrimas.
Por la tarde crucé a llevarle a Camila unos mapas número tres que habían quedado en mi mochila. El triste final de Cristián nos había dejado pensativas. Camila me confesó que ella quería tener un novio drogadicto para poder salvarlo. Le dije que estaba loca, pero yo también quería lo mismo. Y mis fantasías habían llegado más lejos, yo caería en la droga con él para poder mostrarle el camino de salida. La película educativa había hecho su efecto.
Así viví yo de niña la película educativa contra las drogas.
¿No habría sido mejor una explicación un poco más científica sobre las sustancias adictivas y sus peligros? Yo creo que sí. Y aunque las intenciones eran buenas, la ingenuidad de las religiosas era de tan impenetrable, peligrosa. Hoy vivimos en un mundo donde reina la complejidad y ya sabemos que un concepto contiene su contrario, que las buenas intenciones no alcanzan, que un relato que se pretenda total y unívoco provoca a su contrario, que la lógica no es un camino ciento por ciento seguro y que así como la ciencia puede ser usada para la destrucción y que un avance puede ser un retroceso, el arte también dona herramientas a la alienación.
El dilema es que el lenguaje del arte no es el mismo que el de la escolástica, ni siquiera es el mismo lenguaje de las ciencias humanas y sociales. Y pretender supeditar desde el vamos la creación a uno de estos altruistas objetivos puede asfixiarla hasta hacerla perder la vida.
Entonces, ¿dónde está la militancia del artista en esta sociedad de masas?
En producir a través de lazos comunitarios éticamente virtuosos, aunque esté solo en su cuarto garabateando una partitura. En disponer su ser como antena de esa comunidad y a través de su técnica abrir la obra al mundo para que la obra abra al mundo. No repetir caminos conocidos, frustrarse como método para encontrar el cruce de marcos conceptuales que lo llevaran a la novedad. La novedad no entendida como la originalidad del ingenio sino como la honestidad brutal que poseen las partículas universales. Buscar, hallar, producir y compartir lo profundamente personal que nos compete a todos.
Andrea Garrote es actriz, directora, dramaturga y docente. En 1994 funda junto con Rafael Spregelburd el grupo El Patrón Vázquez y escribe, dirige y protagoniza junto al actor la obra Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, actúa en La modestia, La estupidez, La paranoia, La terquedad y Tres finales, entre otras, y participa de festivales y giras por Latinoamérica y Europa. Trabajó bajo la dirección de Laura Yusem, Vivi Tellas, Rubén Szuchmacher, Javier Daulte y Matias Feldman. En cine participó de films como Relatos salvajes, El patrón, radiografía de un crimen y La flor. Es profesora de la cátedra de Dramaturgia en la Universidad Nacional de las Artes. Fundó el ciclo Perfecta Anarquía, que nuclea los trabajos que se producen en sus talleres de Entrenamiento y Dramaturgia para actores. Dictó clases en Colombia, Uruguay y España. Publicó varios artículos en libros sobre el quehacer artístico y pedagógico. Escribió La Ropa, que ha sido representada en diferentes partes del mundo. Algunas de las obras que escribió y dirigió son Niños del limbo, El combate de los pozos, Pundonor (2018); esta última pieza recibió el Premio Fundación Sagai, Premio Teatro del Mundo, Premio a la mejor dramaturgia, Teatro Siglo XXI y nominación como actriz a los premios Trinidad Guevara. Su último trabajo como directora fue Adela duerme serena (2019) en el Teatro Nacional Cervantes.
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