Episodio 4: “La voz del aire”, por Silvia Gurfein
La consigna es no perder el aire. Silvia Gurfein termina su serie de Diarios respirando lo que nos une. La revelación es que las personas, la gata Venecia, los sonidos, las cosas, nos encontramos allí.
Lo que nos conecta no es el espacio, es el aire. Ahora mismo estamos respirando nuestra mutua expiración. Ese movimiento regular nos acompasa, nos hace habitantes del mismo mundo y nos recuerda que somos nuestra compañía. Envuelve cada cosa y cada ser, la penetra y la mueve. Es la señal más elocuente de que estamos vivxs. Gracias al aire, a la atmósfera, que con su generosidad involuntaria nos encapsula, es que tenemos los colores, percibimos el perfume y los sabores del mundo. Y el sonido. Sin aire no hay sonido. En el espacio exterior el silencio es absoluto, en cambio aquí, en esta cápsula, podemos escucharnos.
Salgo al balcón a tomar aire con la luz del fin del día. Los niños de enfrente juegan con una bolsa blanca atada a un hilo como si fuese un barrilete y la remontan por los cielos atiborrados de cables, por el corredor aéreo de nuestra calle. La bolsa es simple, blanca, como un fantasmita, un almita modesta y bella.
Desde donde estoy se percibe una especie de rumor fuerte que subyace a todo, un sonido que es la suma de todos los autos, motos, colectivos y gente circulando. Modula a veces un poco su intensidad según el día y la hora, pero es como un río que corre y nunca se detiene. Hasta que se detuvo.
Como cuando uno se acostumbra a un motor y de pronto ese motor se apaga y un alivio enorme sobreviene, así fue en los primeros y esperanzados días del confinamiento. Paradójicamente se escuchaban muy fuerte algunos sonidos como el de algún carrito por la calle, los pasos de alguien caminando o su voz llamando a un vecino. Una puerta que se abre o se cierra. Por unos días, la atmósfera se limpió, se pudieron ver un par de estrellas más por la noche y se sintió lo prístino del aire. El brillo de todo. Al igual que olas, algunos fenómenos aparecen y desaparecen, como el vecino que salía todos los días a las 6 de la tarde al balcón a cantar un tango o el aplauso de las 9 de la noche que en algún momento se abandonó o más bien se fue deshilachando de a poco. El ritmo pendular aún no ha terminado, las cosas van y vienen.
Mientras escribo esto tengo a mi lado a Venecia que en los últimos tiempos fue encontrando un modo de acompañarme (y de sentir mi compañía) muy hermoso. Simplemente se ubica a mi lado en el escritorio, junto a la computadora. Está tan solo a unos 5 o 7 centímetros de distancia, sin tocarme o apenas rozándome con su cola peluda Se queda quieta junto a mí respirando suavemente y puedo sentir su temperatura. Permanece mientras estoy escribiendo. Tengo la radio encendida porque estoy probando escribir con la tensión del rumor cerebral que implica ese sonido subyacente.
Dos textos por lo menos perdí. Fue cuando intenté una siesta que finalmente no dormí y quedé fabulando en mi magma mental. Al llegar al teclado ya se habían evaporado.
¡Como pompas de jabón se fueron, desaparecieron en el aire! El que más lamento es el primero que era un tema interesante que me hubiera permitido escribir unas líneas y seguirlas como hilo de Ariadna, pero no puedo siquiera recordar cuál era. El segundo era sobre la pérdida del primero, pero tampoco me lo acuerdo. Así que pensé: no puedo perder el tercero. Y aquí estoy, ¡lo atrapé! Y es igual de aéreo y burbujeante que los otros…
Qué bellas las pompas de jabón que en su delgadez y fragilidad reflejan el arco iris con perfección y belleza. De niña era sólo tomar un cuenco con agua y detergente y con alambre armar la boquilla. Soplar y soplar, el mejor de los juegos.
Hubo un año en que probé pintar usando sopletes de boca. Es un instrumento sencillo, el antecesor del aerógrafo o de los aerosoles y tal vez en su versión más primitiva haya sido lo que usaron nuestros ancestros para dejar sus registros mágicos en las cuevas. Son unos tubitos-bombillas simples por los cuales se absorbe momentáneamente un líquido que luego se exhala como un rociador y por lo tanto se esparce la pintura sobre la tela o el papel en minúsculas gotitas, como braille. Fue uno de mis tantos intentos de pulverizar la pintura. Corría un cierto riesgo de intoxicación ya que lo que exhalaba era óleo diluido con trementina, pero quería dejar mi aliento vital en mis pinturas.
Luego abandoné ese gesto literal, y entonces me puse a pintar flores.
Tengo ante mí un florero de vidrio de origen chino pero que parece italiano. Vidrio de colores brillantes que se van fusionando y van del verde al azul al amarillo, con algo de rojo. Las flores que contiene son clavelinas ¿o serán claveles? Rosas, blancas con los bordes rosados, rojas, moradas y amarillas. Compro flores de vez en cuando porque me alegran y me recuerdan nuestro efímero paso por el mundo. Aprovecho los viernes porque aquí en mi barrio todo se organiza para el shabat y aprendí que entre otras cosas se compran flores para adornar las casas y supongo que para honrar a Jehová. Entonces se arman puestitos temporarios en algunas esquinas y allí las venden. De no ser por ese evento, no hay puestos de flores por aquí. Lo que sí hay es una tienda hermosa, pequeña, con una vidriera, sus marcos y los de la puerta de entrada (también de vidrio) de madera pulida redondeada, característica de los años ‘40 o ‘50. Le printemps se llama y en estos días está cerrada por la pandemia. La atienden unos viejitos muy viejitos. Hace poco él murió y quedó ella. A veces la visitaba una amiga y jugaban a la canasta o a la escoba de 15. Un muchacho ya grande la ayudaba en la atención a los clientes. La tiendita vende plantas, algunas macetas y elementos de jardinería como tierra, o fertilizantes o palitas. Y también flores. Pero no es un puestito de chapa verde, clásico de las esquinas de Buenos Aires. Cuando era muy chica y no podía dormir mi mamá me decía que pensara en cosas lindas y siempre lo primero que se me ocurría era un puesto de flores.
Esta madrugada tuve un sueño nítido que se hizo más claro cuando al despertarme lo relaté en mi cabeza dos o tres veces para no olvidarlo. Es desesperante lo evanescente de los sueños, su fuga. Me movía en el aire, a pocos centímetros del suelo, por caminos de tierra sinuosos. La visión era la de una cámara subjetiva muy veloz y deslizada a ras, como una película de Terence Malik. A un lado (izquierdo) se veía la costa de un lago o de un río, al frente árboles, casas a la derecha. Era muy placentero. Esquivaba un vehículo que estaba delante mío y que llevaba troncos finos de árboles negros o quemados. Esquivaba varias cosas más. Sonaba una música que yo misma generaba y también cantaba. La letra decía everyone is a time machine, everyone is a world, lo repetía varias veces.
En Musicofilia, Oliver Sacks cuenta unas historias maravillosas sobre el soñar con música y finalmente, citando a I.J. Massey, se pregunta por las diferencias entre las imágenes y el sonido en lo onírico y el por qué recordamos las piezas musicales de forma literal, iguales a cómo son en la realidad. Dice “¿se debe a que la música posee un contorno formal y un impulso interior… un propósito propio? ¿o es que la música posee una organización cerebral especial y propia y obedece (…) a procesos distintos de los que van asociados a la imagen, el lenguaje y la narración, por lo que quizá no se deja someter a las mismas fuerzas amnésicas?”. Como sea, aún recuerdo esa melodía.
En esta esfera de vapor que nos hermana sentimos la oscilación común y el movimiento pendular del aire. Los días pasan como fulgor y el presente y el pasado se trastocan en un gran movimiento que llega hasta el horizonte y vuelve como una respiración. La respiración del mundo. Nuestras voces y el canto de los pájaros en el cielo reverberan como las ondas que vemos al tirar una piedra en el agua. El mar se expande y se contrae en sus mareas, luego de la pleamar sigue la bajamar y así se suceden estos dos momentos infinitamente. Respirar es de dos tiempos y nuestra vida se inicia con una inhalación y termina con una exhalación. Nuestra vida es ese intervalo. En el aire ya nos encontramos. Que nos encontremos.
Nacida en Buenos Aires en 1959, la artista multidisciplinaria Silvia Gurfein recorrió, antes de dedicarse a las artes visuales, diversas disciplinas artísticas como el teatro, la danza y la música. En 2010 creó El texto de la obra, taller de escritura para artistas que dicta en diversas instituciones en la Argentina y Brasil. Prologó muestras y sus textos se han publicado en catálogos, revistas y libros. Aunque su obra se despliega en diversos soportes y medios, sus investigaciones se manifiestan frecuentemente en la pintura, sus preguntas, su vigencia. Su obra se encuentra en colecciones públicas y privadas. Recibió numerosas becas y distinciones: Primer premio de pintura Salón Nacional de Artes Visuales, 2019; Premio de pintura BCRA, primer premio, 2019; Plataforma Futuro Ministerio Cultura de la Nación y Beca Bicentenario FNA, 2016; URRA-Residencia Internacional de Artistas Buenos Aires, 2014; Beca Nacional FNA, 2012; Premio Klemm a las Artes Visuales (Primer Premio), 2011; Programa Intercampos Fundación Telefónica, 2005. Realizó exhibiciones individuales en la Galería Nora Fisch (2018 y 2013), ArteBA, Stand Institucional Banco Ciudad (2017), Museo de la Memoria Rosario (2016), MACBA (2015), Fundación Klemm (2010), ZavaletaLab y CasaTriangulo, Brasil (2007, 2006 y 2004), y participó de muestras colectivas en instituciones y galerías del país y del exterior como MAMBA, MACBA, PROA, MACRO, MALBA y Usina del Arte.
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