Episodio 4: “Escritores”, por Dolores Reyes
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Los oficios y los días
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Los oficios y los días
Alberto Laiseca con su tumba a cuestas burla la cuarentena, se escapa de su grupo de riesgo y regresa con sus cuentos de terror. Dolores Reyes tiene la habilidad de armar tramas con materiales diversos: la vida cotidiana, el homenaje al maestro y la crítica a la educación. La tarea escolar en cuarentena puede ser frustrante, solitaria e intermitente. Salvo que alguien, fuera de programa se te aparezca y te salve.
Es domingo hoy, pero todavía no terminamos las tareas virtuales del viernes. Me despierto temprano y solo puedo estar unos segundos tranquila hasta que recuerdo que voy a tener que ir levantando a los chicos para tratar de ponernos al día con tareas que van desde tocar el Himno a la alegría con la flauta dulce hasta armar un video grupal de la vida de Belgrano. Ahora que habitamos el reino de las plataformas virtuales, nos hacen cada vez más falta los domingos en los que podíamos jugar juntos o hacer cada uno lo que le diera la gana.
Para su primera clase por Zoom senté a Benjamín enfrente de la computadora y le conté que iba a ver a su maestra y a sus compañeros, que si les hablaba iban a escucharlo y que él también los iba a poder escuchar. El pibe estaba súper entusiasmado porque hacía semanas que no tenía contacto con esos compañeros con los que viene transitando desde salita de tres hasta llegar juntos hasta este cuarto grado pandémico y virtual. Y siguió así de contento hasta que el Zoom empezó y la voz de su maestra era un susurro metálico que se entrecortaba como un pixel sonoro, mientras los amigos se veían tristes y desorientados, con auriculares enormes y cables que los hacían ver más pequeños, enchufados al cuerpo de la computadora. Casi ninguno se animaba a hablar y cuando le llegó el turno a Benjamín sólo pudo decir: Esto es horrible, yo no soy un robot.
A la segunda clase de Zoom, y después de verlo sufrir los primeros treinta minutos, fui con sigilo a desconectar el modem.
—Quedate tranquilo, se cortó internet. En un rato le pido lo que hicieron al grupo de mamás.
Y así salvamos el resto de la tarde.
Pensé que geometría por Zoom era la clase más horrible que tendría que asistir, pero después vinieron quince días de prefijos y sufijos y multiplicación por dos cifras. Todo el equivalente a agonizar concentrado en una pantalla.
Comencé a tener miedo de que eso que Benja adoraba de ir a su escuela se transformase en rechazo, así que empecé a exponerlo menos, cambiando parte de ese tiempo en ver juntos dos o tres de los relatos que grabó Laiseca para I-sat hace unos cuantos años y que hoy están subidos a YouTube. Lo primero que cambió fue su angustia, y la mía también. Cuento a cuento volvió el entusiasmo, sus ganas de aprender, la emoción de meterse a cada uno de los relatos como quien entra a una aventura.
Después de los primeros tres días viendo esos cuentos narrados por Alberto Laiseca con todo el cuerpo, Benjamín empezó a levantarse a la mañana y, antes que nada, pedir otro más, a tal punto de convertirse en el ritual de nuestro desayuno de confinamiento. También cuando está irritado por el encierro y se pelea con sus hermanos, un cuento o dos alcanzan para que cambie el malhumor por curiosidad y vuelva a sentirse maravillado del mundo. Un relato en este encierro logra abrir el horizonte de sus ojos más allá del espacio de la casa y la pobreza de las pantallas.
Y yo siento que si gano un lector salvo la cuarentena.
Pasar del relato a los libros fue un pequeño paso para él y para mí algo enorme, y ahora, cada tres o cuatro días, salimos al jardín a que juegue un poco a la pelota en el horario en que las dos librerías del distrito hacen delivery. Benja sale con la pelota y entra con un paquete que tiene un libro en el mismo nivel de entusiasmo.
Hace unos 5 o 6 años tuve unos de los únicos encuentros personales con Laiseca de toda mi vida. Había un Festival en Enjambre -el mismo espacio donde empecé a escribir las primeras páginas de Cometierra- que promocionaba “Terror en vivo con El conde Laisek”. Las fotos, las palabras, el aura con la que se publicitaba el encuentro me hicieron sentir que esa noche iba a pasar algo especial y fui.
Hoy, varios años después de esa jornada, todavía recuerdo cómo yo también me sentí a lo largo de la noche una niña a la que le relatan historias hipnóticas. Narrar y festejar, contar y ser escuchado, usar todas las posibilidades del cuerpo y de la voz, aunque sea el más gastado de los cuerpos y la más castigada de las gargantas, hizo la magia de la noche.
A mí me cuesta escribir Lai porque para mí fue Laiseca, sin ningún tipo de familiaridad -yo no fui su alumna- pero con toda esa admiración transitiva que me llega de escuchar decenas de veces a aquellos que sí fueron alumnos suyos, discípulos, orgullosos miembros de una cofradía en la que se reconocían unos a otros transitando una de las experiencias más significativas que iban a tocarles en suerte.
Lai, el monstruo, el maestro, El Conde Laisek y Lai de nuevo, así escuché que lo nombraban ciento de veces los miembros de una generación diversa de escritores a los que leo y admiro.
Cuando finalizó la lectura, Laiseca bajó del pequeño escenario de Enjambre y se paseó orgulloso entre el público. Se quedaba escuchando a cada uno de los que quisieran darle unas palabras de devolución, sacarse un par de fotos. Se lo veía contento de volver a estar una vez más acompañado de lectores.
Con una amiga nos acercamos cuando terminó de conversar con todos. Le dijimos que éramos alumnas de Selva Almada y que nos había encantado su presentación, pero el hombre ya se veía cansado. Sonreía, pero no parecía entender de qué le estábamos hablando. ¡Que estúpida que era entonces! Sólo invitarle un whisky, solo sentarnos a tomar un trago al lado suyo, mirarlo y compartir ese momento fugaz hubiera sido suficiente. Estar cansado es una parte de la escritura y de la vida. Hoy creo que en esas jornadas de lectura Laiseca buscaba intuitivamente al público porque en algún punto sentía que ya se estaba yendo.
¿Qué mejor forma de evocar a un escritor y a su obra que un niño abriendo una y otra vez su último libro?
Ayer Benjamín no se quería dormir así que vimos cuatro relatos seguidos, “La mano del mono”, “El corazón delator”, “La mujer de nieve” y por último, “El almohadón de plumas”. Cuando este relato de Quiroga, que ya habíamos visto y leído antes media docena de veces, terminó, pactamos buscar uno nuevo para el día siguiente. Quedamos en ver “El soldado y la muerte” y sólo así Benjamín aceptó irse a su cama.
Esta semana le imprimí una foto de Laiseca entre las toneladas de archivos de sus tareas virtuales. Como no tengo impresora, envío los archivos por mail a una librería que queda a doce cuadras y los tengo que ir a buscar caminando exponiéndome al virus y a todo. En la foto Laiseca está tirando de la piel de su cara hacia abajo de manera que parece que sus ojos en blanco se salen de órbita y la boca abajo del bigote espeso ensaya una mueca de espanto. Vuelvo a casa. Siento a Benjamín frente a la mesa y le doy sus tareas. Veo a mi hijo revisar los papeles con desgano y sonreír cuando llega a esa foto. Quedamos que ni bien una de las tareas esté hecha la vamos a pegar a su pieza. Mi hijo busca su cartuchera y se sienta de nuevo sin volver a protestar. Cuando termina, busco la cinta ancha y vamos juntos a buscar el lugar junto a su cama para pegar la foto como si fueran esos posters que se pegan en las paredes de un adolescente. Él elige y yo pego y después le pregunto si le da miedo y me dice que no. Tampoco se asusta con los relatos y los ruidos guturales y graznidos con que Laiseca los acompaña, todos esos recursos que se ponen en juego para ganar a un lector exprimiéndose el cuerpo como un narrador de fogón le causan fascinación. Así queda pegada en la pared de su cama la foto de un escritor junto a otra de Benjamín bebé, una del grupo de tercer grado 2019 de la escuela y la tabla pitagórica.
Hace unos años, cuando Laiseca murió, yo estaba visitando a un par de amigos que viven en La Matanza. Era muy tarde ya cuando me llegó la noticia y habíamos cenado y tomado bastante. Se me hacía muy difícil ir hasta el centro a esas horas. Pero no pude durante esa noche dejar de pensar en cómo Selva Almada, mi maestra de escritura, estaría llevando la pérdida de su maestro, la falta que estaría sintiendo y la que le debe significar que él ya no esté también ahora.
A la mañana siguiente, diciembre del año 2016, llegué a la sala Julio Cortázar de la Biblioteca Nacional muy temprano y entré. El féretro estaba en el medio de la habitación, un oscuro baúl de secretos que se había cerrado para siempre. Me pareció que era enorme, capaz de guardar un cuerpo que había sabido ganarse lágrimas de todos los ojos presentes sin ninguna concesión demagógica hecha nunca, a nadie ni a nada. Habían puesto una foto muy hermosa de Laiseca de pie en su marco, creo que traída por su hija, y me pareció la forma más amorosa de tenerlo presente, así, con mucho cuidado, porque todos en esa sala estaban en carne viva.
Yo busqué a Selva que estaba en el fondo, entre el grupo de amigos que se formó al calor de todos esos años compartidos en el taller de escritura.
Yo sabía que iba a encontrar ahí a varios de esos amigos, pero había mucha más gente de la que me hubiera podido imaginar. Y durante toda esa mañana seguirían llegando. Me acuerdo de que estaba triste de verlos así, desolados, pero yo también estaba con mis propias preocupaciones y tristezas. Venía faltando hacía semanas al taller porque mi hija Eva desaparecía días sin querer dar explicaciones llevándome a un estado de desquicio tal que yo, que no faltaba nunca, no estaba yendo a mi taller. Esa angustia que aprendí a agarrar del cuello, doblegar y meter adentro de mis textos, me estaba liquidando. Me iba a faltar un tiempo para descubrir que se puede escribir desde la angustia y que la pendeja solo se estaba yendo a encontrar a escondidas con un novio nuevo. Pero en ese momento y en esa mañana tan particular alguien bromeó que había entendido que Julián López era el que se había muerto en realidad y solo me recuerdo llorando a mares porque esa insinuación pavota que me hizo pensarlo unos minutos. No podía para porque en nada empatizo más con los otros que con la tristeza.
Uno elige a quién seguir, a quién leer, a quién escuchar, y esa elección es quizás las más importante de nuestra vida. La gente que más quiero, que más me importa, que me acompaña aún con la separación de cuerpos en estos tiempos pandémicos, me la trajo la escritura. Me acuerdo sentirme ridícula llorando así y de las palabras de Naty Rodríguez Simón, siempre tan bondadosa y certera: Esto es un velorio, queda muy bien que llores.
Velar por alguien significa también cuidarlo, y muchos venían velando por ese Laiseca vivo desde hacía ya varios años, dándole los cuidados que ese cuerpo que solía cambiar el agua por la ginebra hasta el punto de la deshidratación no siempre aceptaba con agrado. Del velatorio en la Biblioteca Nacional nos fuimos al Cementerio de la Chacarita. A ese cementerio, que de tan enorme es una suerte de ciudad de muertos usurpando la de la de vivos desde el centro, me lo conozco bien. Cuando era chica y mi madre trabajaba en un banco de la City porteña, yo iba con algunos compañeros de la escuela 13 a pasar el día ahí adentro. En nuestras primeras rateadas buscábamos la fecha de las lápidas para calcular la edad de los muertos, las frases de amor, y las fotos al lado de los floreros, la forma de retorcerse de las flores secas que tenía la mayoría, y el privilegio minoritario de las flores frescas que creíamos que dejaba algún enamorado. La sorpresa de hacer el cálculo y encontrar muertos de 10 años como teníamos nosotros entonces me llega hasta hoy, apenas opacada por la enorme incredulidad de las fotos de bebés muertos en tumbas con ositos de peluche y mamaderas. Y las palabras, mínimas y potentes como no hay otras iguales a las de la última despedida, desparramadas por los seres queridos como miel sobre el mármol.
En un momento de la tarde, Selva me pidió si la acompañaba al baño y fuimos. A medio camino un cartel indicaba que los sanitarios estaban a la vuelta de una capilla, nos acercamos con imprudencia pensando que ahí no había nadie, pero alguien salió dejando la puerta de esa sala abierta para que pudiéramos ver a una mujer y un hombre sentados ante un féretro que apenas tendría un metro de largo, y enfrente, un sacerdote que se esforzaba en mentir palabras de consuelo. Nos quedamos petrificadas por una tristeza feroz acuchillando el aire. El sacerdote nos miró, varios de los presentes giraron la cabeza hacia nosotras, pero esa mujer y ese hombre no. Tenían los ojos clavados en el féretro más pequeño que vi en mi vida y siguieron así cuando nos fuimos.
Al volver frente a la puerta del crematorio todos seguían igual de abatidos. Reír o llorar, se podía hacer las dos cosas incluso superpuestas, o no hacer nada. Un discípulo de Lai empezó a repartir un Parisienne a cada uno de los presentes. Dijo que eran puchos que le habían encontrado a su maestro sin abrir y que ahora íbamos a fumarlos juntos. Y yo que no había fumado un tabaco entero en toda mi vida lo prendí con todos y a cada pitada tragué el humo mirando la madera del féretro y lo sentí irse. Todo tenía el gusto de la última vez. También el humo de todos subiendo y disolviéndose, pasando de ser cigarrillo a ser nada, sobre las lápidas y el verde de la Chacarita. Después hubo que entrar el cajón a la sala crematoria. Voy yo, decían varios de sus alumnos como para darse fuerza a la hora de sostener el peso incalculable que tiene un muerto amado y conducirlo hasta adentro de la sala crematoria. Atrás fuimos todos.
El cajón quedó en el medio del recinto que era un poco pequeño para tanta gente y tanto silencio. Me gustan los entierros caribeños donde hay lloronas, rezadoras, cantadoras y bochinche. Nada más alejado de nuestra melancolía extrema que hacía que me pesara el cuerpo. Apenas me pude acomodar en la cabecera, después de que todos entraran y ver, con el cuerpo entumecido que me impedía moverme, cómo algunos alumnos estiraban la mano para tocar la madera como si fuese la piel de ese hombre que se estaba yendo. Esos segundos eternos golpeando sobre las cabezas de los que quedaban vivos, me imaginé a Lai fumando un Parisienne aburrido adentro del cajón, burlándose de nosotros, haciendo sus graznidos para mofarse de lo ridículo de todos ahí, pero dos puertas de metal que ni había visto se abrieron frente a la otra cabecera del féretro dejando ver a un hombre pelado y ojeroso que daba miedo, un Caronte sudamericano que parecía disfrutar de su tarea de recibir el cuerpo del maestro que navegaba hacia él por una cinta magnéticas iguales a las que arrastran los productos de supermercado. Todos los cuerpos de los alumnos se doblaron hacia Lai como si lo hubieran ensayado cientos de veces. Algunos estiraron intuitivamente la mano como queriendo detenerlo. La imagen me pareció tan impresionante que pensé en sacar una foto con el celular, pero imaginé que iban a enojarse y no hice más que ver como se volvían niños a los que les arrancaban el juguete preferido para siempre. En esa imagen que no fotografié pero me quedó tatuada, nítida, en las pupilas de la experiencia, pude entender que eso que estaba viendo era la forma en que se despide a un escritor.
Después el fuego.
Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz…
Si alguien supo alguna vez convertirnos en Silvio Astier devorador de historias, sabemos que esa iniciación no tiene precio, y constituye una de experiencias más preciadas de nuestra existencia.
Nada más alejado del mundo idílico de la literatura infantil escolarizada, el resultado deslavado de pasar una historia por mil purgas en donde nadie debe matar a nadie, pero sobre todo, se chapalea en una tierra sosa en donde no existen miserias ni deseos, crímenes ni sexualidades. Encontrar una historia correcta en un manual escolar no emociona a nadie, pasar eso a una plataforma educativa, menos. ¿Para qué va a leer un niño ese mundo mucho más pequeño del que ya llegó a conocer?
Me da mucha tristeza ver cómo se les ofrece en decenas de libros escolares una escritura deshonesta, que parece querer embaucarlos en vez de invitarlos a la aventura, prometiéndoles la puerta del viaje y sirviéndoles apenas un mate cocido con edulcorante. Unos textos que dejan tranquilos a padres y a directoras porque son especialmente producidos para niños y tienen “enseñanzas” y “valores”. En resumen, un híbrido entre el aburrimiento y la estafa.
A Benja, desde hace un par de años, lo viene iniciando un Alberto Laiseca que ya no está en el mundo de los vivos. Cada vez que termina uno de esos relatos, me hace frenar la imagen para leer una biografía mínima de la vida del escritor con la que se cierra cada episodio como si fuera la clave del mundo. Después me pregunta si tengo algún libro de ese escritor y nos movemos del relato oral al libro, de la lectura del cuento otra vez a la escucha y visión fascinada de ese hombre enorme que nunca perdió los ojos del niño, invirtiendo hasta el último músculo de su cuerpo en ganar víctimas nuevas para la adicción de leer.
Poe y Quiroga ganan siempre. El alcoholismo, las numerosas desgracias familiares y económicas, su atracción para la desgracia y la muerte los vuelven magnéticas figuras en llamas y entonces Laiseca funciona para mi hijo como un maestro en ausencia, que lo introduce encantado a otros narradores en vida y obra. Cuando le cuento a Selva ella me contesta que a Lai le hubiera gustado, porque le encantaba que lo leyeran los niños.
No pude ver en directo la vida cotidiana de este escritor excéntrico, tan gigante como sus novelas más conocidas, desbordado, siempre asistiendo a las anécdotas mediatizadas de todos sus alumnos que hacen que cada uno de los aspectos de esas clínicas y talleres se hayan vuelto legendarios, pero pude ver cómo muere un escritor y qué cofre de tesoros deja.
Dolores Reyes nació en 1978 en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Vive y escribe en Caseros, partido de Tres de Febrero. Estudió Profesorado de Enseñanza Primaria en el Colegio Normal 10 y Griego y Culturas Clásicas con Victoria Juliá y Leandro Pinkler en la Universidad de Buenos Aires. Con Selva Almada y Julián López trabajó su primera novela, Cometierra, publicada en 2019 en Argentina y España por Editorial Sigilo, traducida a doce idiomas y finalista de Premio de Novela Fundación Medifé-Filba, Premio Memorial Silverio Cañada, Premio Mario Vargas Llosa y Premio Nacional de novela Sara Gallardo. Trabajó en el proyecto Untold Microcosms, para el British Museum de Londres y el Hay Festival, con su texto “El nombre de los árboles”. En 2023 se publicó su segunda novela, Miseria. En la actualidad está trabajando en un libro de cuentos.
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