Episodio 4: “El alta”, por Manuel Hermelo
Cuarta y última entrega de su Diario “El Hombre Tela. Crónica de un contagio”
Cuarta y última entrega de su Diario “El Hombre Tela. Crónica de un contagio”
Tan extraño como estar casi sin cuerpo en terapia intensiva son los momentos previos a la salida. El enfermo está curado. Lo han pasado a un cuarto común y ahora le toca ponerse de pie. ¿Qué será eso?
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De pronto te aparece la siguiente idea: destruir tu cuarto para que te den el alta inmediata. Ya no soportás más estar en el hospital. Desde que te mudaron de terapia intensiva a terapia normal, todo es una monotonía extrema. Como estás en la cuesta final ya nadie te presta atención y solo una vez a la noche y otra a la mañana, aparece alguien para ver como estas. El de la noche es un pelado que si bien como todos los enfermeros, usa gorro y el atuendo completo anti radiactivo COVID, le viste la pelada brillante cuando se cambiaba. Al abrir la puerta te pregunta cómo estás, vos le contestas que estás perfecto. Inmediatamente y sin decir nada más se da vuelta y te deja solo de nuevo en la inmensidad de tu cuarto. Te arrepentís de haber sido tan enfático. Le podrías haber dicho que te dolía la cabeza y tal vez el pelado -así lo llamas con confianza en tu pensamiento- se hubiera quedado un poco más. En ese momento se levanta el telón y surge la idea de la destrucción. Destruir un cuarto para que te den el alta del hospital es más o menos como querer robar un banco y disfrazarse de manera exagerada de ladrón. Pero la idea existe, está en tu cabeza. Quizás te imaginas tirando el papagayo contra la pared, las mesa por la ventana, romper las sabanas, ¿qué cosa podrías hacer vos que casi no podés caminar? Está la imagen de Pete Townshend rompiendo la guitara en el escenario. Esa imagen de cuando eras adolescente, un cuento oral, tal vez una fotografía en blanco y negro, los Who destrozando los instrumentos. Alguien que rompe lo que más quiere como último acto, romper una guitarra como última melodía, esa es una imagen muy poderosa. Tal vez le podrías pedir a tu familia que te traiga la guitarra, tu guitarra roja, esa que compraste por el color en Montevideo y romperla contra la pared para que las autoridades del hospital entiendan que al enfermo tal del cuarto número tanto hay que darle el alta de inmediato.
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Las comidas acompañan el paso de los días. Afuera es el sol, en contraste con el paisaje, el que marca los mojones de tiempo, pero dentro del hospital el separador son las comidas: el desayuno, las colaciones, el almuerzo, la merienda y la cena. Los únicos llamados de teléfono que recibís después de que te contagiaste son los de Ana. Cuando el teléfono suena, los timbres secos y afilados reverberan en todas las paredes de la habitación. Tardás en atender porque el teléfono siempre está lejos y es incómodo agarrarlo.
“Hola soy Ana, la nutricionista ¿cómo estás? Te llamaba para que viéramos los platos de mañana. Quería preguntarte si al mediodía te parece bien puré de zapallo y pollo, y a la noche fideos con queso fresco. De postre puede ser gelatina o manzana asada al mediodía y a la noche un flan, ¿estás de acuerdo?”
Los diálogos con Ana tienen una doble cualidad: ser y tiempo. En primer lugar son diálogos puros. En casi todo el día no hablás con nadie –solo mensajes de whatsapp- y sobre todo nadie te llama. Por eso deberías considerar que esos llamados son casi una actividad única, un programa. En segundo lugar, hablar con el teléfono que está en la habitación, que no un teléfono celular, sino un teléfono común, te retrotrae a la época en la que solo existían los teléfonos fijos. En este sentido los llamados de Ana, por efecto de la magia hospitalaria, parecen llamadas míticas, cristalizaciones de un pasado lejano, como si estuvieras en el túnel del tiempo. Tal vez por eso en cada llamado de Ana, su voz parece provenir de otro planeta y las elecciones que te ves obligado a tomar, manzana asada o gelatina, puré de zapallo o puré blanco, pescado o pollo, son en realidad decisiones filosóficas importantes: idealismo o materialismo, dualismo o monismo.
Te cuesta comer, no tenés hambre, pero sabés que debés hacerlo porque necesitas ponerte fuerte y estás muy débil. Lo máximo que podés comer es la mitad de cada plato. El pollo nunca no lo probás. El mejor plato que podés imaginar son las pastas, pero siempre termina siendo una idea aspiracional y nunca lográs comer más de la mitad de un plato. Después de que te despertaron del respirador, lo primero que comiste fue un yogur de vainilla. Te pareció tocar el cielo con las manos. Luego de diez días sin comer nada sólido y solo hacerlo por la sonda nasogástrica, esa comida fue sublime. La consideras la mejor comida de toda tu estadía en el hospital. Los griegos la llamaban ἀμβροσία: ¡Ambrosía!
Relacionado con comer hay otro aspecto que consideras muy importante: la vajilla. Los cubiertos y los platos que les dan a los pacientes de COVID son de plástico. Claro, quién va a correr el riesgo de lavar la vajilla de un infectado y terminar contagiándose. Es ahí donde el plástico descartable hace su aparición y el acto de comer se parece a una actividad cercana al camping. Sin embargo, esos cubiertos pequeños y esos platos de plástico blanco son un espejo de tu cuerpo. Algunas veces la cuchara o el tenedor se parten y más de una vez te quedaste con la mitad de un tenedor en la mano y seguiste comiendo con lo que quedaba, casi como si estuvieras haciéndolo con la mano. Pero además, como un obstáculo aparte, los cubiertos están envueltos en un rollo de papel celofán sellado, como si el embalador hubiese querido aislarlos al vacío. Y ocurrió que intentando abrir el imposible paquete de cubiertos, tiraste la bandeja de comida al suelo. Esa noche el plato era arroz con queso y gelatina de postre. Con las pocas fuerzas que tenías te agachaste desde la cama para ver el paisaje sublunar: una alfombra de arroz desparramada por el piso que se mezclaba con las patas de la cama, las de la mesa móvil, unas cajas de remedios, las pantuflas y más atrás, como un lago rojo, los restos de la gelatina diseminada. Pero lo que te dio más impotencia, no fue el error, sino que no tenías fuerzas para levantarte y limpiar todo eso. Entonces resignado y con vergüenza, tocaste el botón del woki toki y llamaste a los budistas para que lo hicieran.
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Mañana me van a dar el alta. Cuando me vaya se cumplirán 34 días desde que ingresé al hospital. Le pido a una enfermera que me traiga mis cosas, quiero ir preparando la partida. Me trae mis distintas pertenencias en un conjunto de bolsas. Hay una bolsa marrón donde está toda mi ropa. La abro; hay un pulóver gris arrugado, unos calzoncillos verdes, unas medias, un pantalón también arrugado, una remera y un par de zapatillas negras. Veo ese manojo de ropa que es con la que entré al hospital y respiro el olor a humedad, a decadencia, a enfermedad. Solo pensar en volver a ponerme toda esa ropa para salir del hospital me paraliza. Tal vez lo mejor sea llamar a alguien y pedirle que vaya hasta casa y me traiga algo de ropa nueva. Pero desisto de ese plan. Tendría que dar muchas instrucciones y no recuerdo bien dónde están mis cosas. Lo mejor va a ser agarrar el toro por las astas y comprarme una camisa nueva. Con el celular voy a la página de los mapas, hago zoom en una cuadra que más o menos conozco y que queda cerca del hospital y elijo una tienda de ropa. Al seleccionarla me aparece el número de teléfono del local. Llamo a la tienda, me atiende una vendedora. Le pregunto si está abierto y si venden ropa en ese momento. Me responde que sí. Entonces voy al grano:
–Mirá, hace más de treinta días que estoy en un hospital y mañana me dan el alta, y quiero irme caminando con una camisa linda. Te propongo que me muestres con la cámara de tu celular, las camisas que tengas y yo elijo una.
La vendedora acepta el juego y junto con otro vendedor me muestran todas las que tienen. Me inclino por una de las camisas. Es blanca y tiene unas rayas muy finas. Y ahí mismo me sale:
–¿No tenés un saco lindo?
Empieza a mostrarme diferentes sacos que no terminan de convencerme.
–¿No tenés otros?
–Los que tenemos son ambos.
–¿Que es un ambo?
–Un saco y un pantalón.
–Entonces mostrame los ambos que tenés.
Veo uno que me gusta, le pido al vendedor que se ponga el saco y decido llevar ese.
–¿No tenés unos zapatos?
Me empiezan a mostrar los distintos modelos pero me gustan unos puntudos que tienen suela roja.
–Llevo esos, le digo convencido.
Para completar selecciono las medias y el cinturón, pero eso es mucho fácil. El tamaño de cada prenda lleva un poco más de tiempo, pero me pongo de acuerdo con el vendedor que es bastante práctico. Pago sin que me importe el precio. Le pido que lo lleven al hospital al sector COVID19 y a la hora de haber hecho la compra, tengo toda la ropa en mi habitación. Primero intento probarme la camisa, me cuesta cada movimiento que hago. Al final logro ponérmela. Me queda muy bien. El pantalón lo dejo para mañana, total si me quedara grande lo podría arremangar, el saco sin ponérmelo lo acerco a mi cuerpo y veo que más o menos me quedará bien. Sólo esos movimientos me extenúan. Me recuesto en la cama, tiro la ropa al piso, miro el techo de la habitación, pero aun extenuado me siento satisfecho. Estoy convencido de que era lo que tenía que hacer.
Al día siguiente me despierto temprano. Estoy nervioso, es el último día. Empiezo a ordenar todas mis cosas y guardo todo lo que tengo en cuatro bolsas. Me pongo el traje, la camisa y los zapatos. Estoy vestido como para ir a una gala. Arrastrándome con la silla voy hasta el espejo que está dentro del baño y me veo perfecto. Me afeito, me lastimo con la hoja de afeitar, trato de que no sangre en la camisa, me pongo un papel higiénico en la herida para que absorba la sangre y la cicatrice y me quedo sentado en la silla adentro del baño, esperando hasta que el médico me venga a buscar para irme. Se sorprende cuando me ve adentro del baño con ese atuendo. Le digo que necesitaba ropa nueva para salir del hospital. Tengo todavía pegado el papel higiénico en la cara, me lo saco. Se ríe pero le gusta que me haya vestido así. Me viene a buscar un camillero con una silla de ruedas, coloca en la silla también las cuatro bolsas, me siento una especie de ekeko. Voy filmando por los pasillos y los ascensores. El camillero me dice: “¿querés filmar cómo manejo la silla?” “No”, le digo, “quiero filmar los últimos momentos”. Bajamos por el ascensor principal. Reconozco ese lugar. El camillero deja la silla estacionada cerca de la puerta de salida. “Si necesitás algo me decís”, me susurra y se va por ahí. En el hall donde estoy hay bastante gente, escucho sus conversaciones, todos hablan de manera normal, no hay urgencias ni preocupaciones, es el bullicio del día. De a poco me paro lentamente, camino unos metros. Estoy erguido por mis propios medios, veo a mi hermano que me hace señas desde afuera, cruzo la puerta del hospital y me dirijo a él. Siento el aire frío del día que me golpea la cara, tengo el espíritu muy arriba, estoy vivo, y tengo un traje nuevo.
Manuel Hermelo es sociólogo, actor, y director de teatro. Fue uno de los fundadores y directores del grupo La Organización Negra. Entre sus obras destacan: Uorc.Teatro de operaciones (1986), La Tirolesa Obelisco (1989), Argumento (1991) y Almas examinadas (1992); algunas de estas obras fueron presentadas en Brasil, México, Alemania, Francia y Dinamarca. Con Alfredo Visciglio fue autor y director de La línea histórica (1994). Dirigió junto a Teresa Arijón: Nifoleptos: can, catástrofe, copia y C., (2016 y 2017) en el marco de La Luz Mala, ciclo organizado por Vivi Tellas en el Teatro Sarmiento. Es cofundador del sello editorial pato-en-la-cara. Es autor, con Teresa Arijón, de los libros El perro continuo (2007) y Teoría y práctica de la tragedia (2012). Con Teresa y Bárbara Belloc, publicó El ladrillo hueco (2019), un libro sobre la revolución rusa. Su último libro El hombre tela, fue publicado en 2021 por la editorial Mansalba.
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