Episodio 2: “Thelma”, por Ana Longoni
Dos relatos entrelazados, con una misma inquietud. La pandemia está de fondo y no se sabe quién está en peligro: la contagiada o la que se podría contagiar. Buscar trabajo, buscar ayuda, extender los lazos. Los fragmentos entre comillas provienen del texto inédito de Elisa Fuenzalida “Un cuerpo desnudo y cercano” y se incrustan como una derivación o como un eco en el diario fragmentado de Ana Longoni.
1.
Se para en la puerta de mi edificio en una callejuela estrecha de Lavapiés y vocea mi nombre y apellido, a los gritos. Irrumpe con su llamado el relativo silencio del barrio a inicios de la pandemia, en los tiempos más duros del confinamiento. Un silencio que reemplazó al bullicio continuo de voces en mil idiomas, rueditas de valijas trepando la cuesta y vidrios de botellas despedazándose dentro del container para reciclar. Bullicio que mermó pero que nunca se detuvo por completo. El barrio suena ahora de otras formas más sutiles: conversaciones entre balcones, cantos de pájaros (sobre todo bien temprano a la mañana), una máquina de aserrar o pulir a lo lejos, desde el interior de alguna casa en obras que no alcanzo a ubicar desde el limitado punto de mira de mi pequeño balcón en un cuarto piso.
Thelma me llama y me llama. Y yo, un poco ensimismada, finalmente la escucho, me asomo y la veo. No podemos abrazarnos como quisiéramos, estoy enferma y en estricto encierro. Pero nos miramos a lo lejos, hablamos un ratito, nos mandamos besitos voladores, nos reímos. La sonrisa de Thelma no solo refulge en el gesto de su boca, sino que brilla en sus ojos negrísimos y a veces un poquito estrábicos, y sacude entero su cuerpo tenso, delgado y bello.
Ella pasa seguido a visitarme al terminar la larga jornada de trabajo en el supermercado, acarreando y armando infinitos pedidos a domicilio en los que predomina la comida chatarra: parvas de coca cola zero y cerveza, congelados de pollo y leche deslactosada.
“En los pasillos a veces tenía lugar una adaptación castiza de la escena del banquete en Nosferatu de Herzog y se escuchaba a los empleados gritando alegremente: ‘Vamos a morir’. Otros días estaban más interesados en esclarecer si los empleados que se daban de baja fingían tener Covid-19 o eran pacientes reales. Entre ellos, estaban los que una vida entera en las zonas más maltratadas de la vida laboral y social había dotado de un aura de desafección que parecía hacerlos inmunes. Los menos, hacían lo posible por cumplir con la normativa: mascarillas reutilizadas una y otra vez, compradas por ellos mismos. Y a través de todo un hilo musical continuo de canciones deliberadamente insulsas con mensajes de autoayuda, interpretadas por cantantes aleatorias. Este subgénero, que perfectamente podría derivarse de la banda sonora de American Psycho, acosó mi mente con agresividad durante las ocho horas al día seis días a la semana que trabajé allí, al punto que aún aparecen los estribillos en mi cabeza cuando cierro los ojos con la intención de no pensar en nada. Mi contrato era de los más precarios que existen y no me lo renovaron.”
Ese fue el puesto que encontró cuando salió a buscar trabajo a inicios de la pandemia, al regresar del Perú luego de una visita de varios meses a sus dos familias (la sanguínea y la extendida, las compañeras de militancia feminista) justo en la semana en que se desató el estado de alarma. En un tris vio cómo los proyectos de investigación y planes de estudios de doctorado que tenía previstos para este año se desvanecían (como los de tant+s). Pero sabe muy bien que no puede quedarse en casa penando. Thelma tiene que mandar mes a mes dinero a su madre, que depende de ella y de sus hermanas. Y no se pone remilgosa si toca trabajar en lo que sea.
En una de sus visitas-desde-lejos, ataviada con mascarilla, guantes de goma y a los gritos, me decía que habíamos quedado colocadas en extremos opuestos del mapa de la pandemia: ella, “la contagiable”, en la zona de mayor exposición de aquell+s que no pueden cuidarse en casa porque son “trabajadores esenciales”; yo, “la contagiada”, encerrada en casa con seguimiento médico telefónico.
“Lo primero que sentí cuándo empecé a buscar trabajo en plena pandemia global fue desolación, todos los trabajos disponibles implican jornadas infinitas, salarios de pena, maltrato físico, contratos basura, nula seguridad y sobreexposición en espacios de alta carga viral garantizada. Sin embargo, esto tampoco es algo desconocido para mí. Como migrante, estas son las condiciones a las que te enfrentas cuando comprendes que sin capital social tus habilidades adquiridas y estudios pierden su significado y pasas a ser tan solo un cuerpo: su potencia, su resistencia, su capacidad de asumir esfuerzo para que otros no tengan que hacerlo, y ahorrarles futuros dolores, hacer los trabajos mecánicos, pero también cuidar y dar placer. Hemos sido los y las extranjeras quienes hemos levantado las piedras más pesadas de la economía de este país.
Con todo, trabajar en la primera línea no significó para mí un sacrificio porque significaba poner un pie en una de las grietas que atravesaba la autoridad y la orden de parálisis y obediencia ciega. Significaba estar fuera, cuando se supone que debíamos estar dentro, cerca, cuando tocaba estar lejos, ser testigo de lo que se transformaba a toda velocidad tras la señal ultra-luminosa de PAUSA: las medidas, las políticas, las tensiones, las decisiones tomadas a toda velocidad, en una esfera separada, muy lejos del zoom y el yoga de salón.”
2.
“Pasar de organizar pedidos de productos en condiciones insostenibles en un supermercado al cuidado de una persona mayor me pareció un salto cuántico en términos del valor de mi trabajo. Sin embargo, desde muy pronto las cosas se movieron de lugar varias veces antes que estuviera claro de qué se trataba realmente y antes de que pudiera valorar del todo en lo que me estaba metiendo cuando el trabajo de cuidadora por horas pasó al de auxiliar de enfermería interna. Dos días después del primer contacto con la familia llevé la mochila que el último año cargué desde Madrid hasta el Kurdistán al pisito de viudo de un hombre de 94 años, en Pueblo Nuevo.”
Concluida la etapa del super, Thelma se animó a ofrecerse a acompañar personas mayores. Contactó por teléfono y enseguida se instaló en la casa del señor Juan a quien pasó a nombrar amorosamente “mi viejito”. Los hijos del hombre, un antiguo panadero y pastelero de 94 años, delegaban en una de las nueras y en mujeres migrantes precarizadas todos los cuidados ante las dolencias, los achaques y sobre todo los terrores que lo embargaban, a causa de una larga enfermedad que prefirieron no informarle que padecía. Ya escurriéndose de la vida y con mucho miedo de morir, Juan sostenía como podía gestos de pudor y dignidad ante esa mujer joven y desconocida ante la que debía exponer su desnudez lacerada, su vulnerabilidad y sus malos sueños.
“Tratándose de un trabajo de interna, detectar los momentos propicios para el descanso es una misión muy complicada. En los días no se descansa, pero las noches son espacios especialmente sensibles. Los ancianos se despiertan confusos y desorientados, a veces con pesadillas. El instante en que entras en esa habitación sumida en la oscuridad y reconoces el rostro desencajado del que provienen los gemidos de dolor o angustia es crucial y te ata de una forma definitiva a ese ser humano, a su vida, a su muerte, a la conciencia de tu propia mortalidad.”
Las visitas de Thelma a la puerta de casa se espaciaron, ya que tenía con suerte un día franco por semana, y a veces iba a ver a un ex con el que se había reencontrado. La notaba, desde mi balcón, cada vez más delgada y ojerosa, y le prometía banquetes opíparos y masajes en los pies para cuando pudiera por fin subir a casa. No dormía, no comía. En unas pocas semanas adelgazó más de cinco kilos. Se movía como un fantasma por tantas noches en vela, alerta ante las confusiones del señor Juan cuando se despertaba aterrado en la cama, llamando ¿a quién?
Encima, en sus días libres y para completar la remesa, Thelma aceptó hacer guardias en una residencia para ancianos luego de un expeditivo cursillo de auxiliar de enfermería de pocas horas, ante la desesperada demanda de personal por la oleada incontenible de contagios de l+s mayores internad+s y del personal sanitario.
“A la mañana siguiente salí a mi descanso y me hicieron saber que me había llenado de canas y que estaba flaca como un esqueleto. No percibí la preocupación y más bien me ofendí un poco, por vanidad, pero en el fondo sentía que el señor J. y yo nos habíamos fundido de una forma sobrenatural y eso me hizo sentir feliz. Aunque estaba claro que mi salud estaba colapsando y que eso no podía seguir así.”
3.
Luego de demasiado tiempo sin que nadie me roce, un día decidimos juntas que dos meses era lapso suficiente como para suponer que yo ya no contagiaba (ante el colapso, no cabía otra opción que la autogestión de la enfermedad).
Fue ella la primera persona que cruzó el umbral de mi casa. Subió con su traje sudaka de astronauta-enfermera (guantes de cocina, mascarilla engrampada, una capa de plástico transparente sobre su ropa), y nos fundimos en un abrazo larguísimo e interminable apenas cruzó la puerta abierta. Me largué a llorar de felicidad, sin lograr creérmelo del todo, mientras le besaba el hombro cubierto de mil capas protectoras. Cociné para ella (iniciando la campaña “Engordando a Thelma”) salmón y gambas con quinua y camotes, y destapamos el vino más rico que pudimos conseguir. De postre, una barra entera de chocolate amargo. Mientras cantamos y bailamos, me contó que llevaba dos o tres días de atraso y que existía la posibilidad concreta de que estuviese embarazada.
“Era claro que estaba pasando, el señor J. estaba muriendo. Su nuera y yo hablamos de ello varias veces, de cómo sería, de lo que significaba asistir a una persona en ese trance. Gracias a su gestión, los hijos del señor accedieron a contratar más apoyo. Cuando volví de mi descanso, el clima de la casa estaba trastornado y se respiraba ese aire frío y espeso de inevitabilidad. Todo pasó muy rápido. De repente me encontraba delante de su cuerpo, sedado y con una inyección en la mano y la otra sujetando una cánula pegada a su pecho obedeciendo a una voz que ahora me decía que lo haga muy despacio. Cuando el émbolo llego a su tope pregunté qué era lo que le había suministrado. Era morfina.”
El señor Juan murió literalmente en sus manos, de nuevo sin recibir ni él -ni ella- advertencia de lo que estaban transitando. Esa noche turbulenta, triste y de nuevo desempleada, Thelma se quedó a dormir en casa, y a la madrugada se hizo el análisis (no pudo aguantar la ansiedad de esperar hasta la primera orina de la mañana): dio positivo. Luego supe que en esas semanas previas en que no comía y no dormía sí había estado tomando vitaminas para estimular la fertilidad. Agarrarse desesperadamente a la pulsión de vida como sortilegio para acompañar a alguien en el difícil tránsito de morir. Le conté de las militantes de Montoneros y del ERP, la mayoría de ellas tan jóvenes, que en medio de las condiciones extremas de clandestinidad y percibiendo la inminencia de la captura, la tortura y la desaparición, elegían embarazarse. Muchas de las bebés nacidas en cautiverio en los centros clandestinos de detención fueron llamadas Victoria, y más que una paradoja sospecho que allí hay una afirmación: una real victoria en medio de/ a pesar de tanta derrota y muerte alrededor.
4.
No pasaron más que dos o tres semanas desde entonces hasta que acompañé a Thelma a abortar. Luego de que la médica que la atendió en la salud pública intentó desalentarla ostensiblemente de su decisión (“puedes darlo en adopción o pedir un subsidio para criarlo sola”), recurrió a una búsqueda rápida en internet y luego de una hora de viaje en metro llegamos a consultar a una extraña clínica privada, que parecía desde atrás un centro okupa y por el frente una arquitectura congelada, con su remodelación y mobiliario, en los años sesenta. A pesar de que estaba a tiempo de recurrir a pastillas, no le dieron esa opción (sospecho que simplemente porque facturan más a la seguridad pública si practican el procedimiento quirúrgicamente y con anestesia permanente). El lunes siguiente, tempranísimo, estábamos de nuevo allí para la intervención. Thelma se mostraba tranquila, luego de días turbulentos, de atravesar sus propias dudas y de recibir presiones impertinentes e innecesarias. Al entrar al quirófano, nos dijeron que en una hora estaría afuera. Tardó casi tres horas en aparecer, todavía bajo el influjo de la anestesia, y la llevé en taxi a casa. Al rato, empezó a dolerle mucho el brazo. A la mañana siguiente no lo podía mover y tenía hinchado el codo como una pelota de tenis. Contó que la enfermera no le encontraba la vena y la pinchó varias veces al intentar canalizarla. Y que cuando el anestesista la inyectó empezó a sentir una quemazón insoportable en el brazo. Y el médico en lugar de dejar de inyectarla la interrogaba “¿por qué te duele si deberías estar ya dormida?”. Al final el tipo se dio cuenta que no estaba bien canalizada y que estaba derramándole la anestesia fuera de la vena, y entonces optaron por canalizarle el otro brazo. Tromboflebitis, diagnosticaron en la guardia médica. Y agregaron: podrían haberte matado. Dos fortísimos antibióticos cruzados destrozaron su estómago y arrasaron su flora intestinal. Su útero estaba tan inflamado que le hicieron una biopsia en el hospital, temiendo una lesión. A los antibióticos siguió una candidiasis brutal. Dos semanas después, aún convaleciente, desistió de denunciar a la clínica. Aborto legal en España, sí, pero nada seguro.
5.
Tan mal te sentías, Thelma, que renunciaste a venirte unos días a Galicia con nosotras. Y en cambio decidiste fugarte de Madrid rumbo a Berlín. Ya viviste allí una temporada, y supones que será un poco más sencillo conseguir un trabajo digno, un lugar donde vivir, quizá incluso a futuro una beca doctoral, quién sabe. Mientras tanto, hay que mandar la remesa a Lima cada mes, y Madrid está desolado por la crisis y no ofrece chances. El primer sábado de agosto, en medio de un calor infame, fuimos a nadar (o mejor dicho, a chapotear) en la enorme piscina municipal de Casa de Campo, en medio de un estricto dispositivo sanitario que se interrumpía al entrar al agua. Te invité a comer luego al lado del lago una entraña a la parrilla. Nos despedimos, un poco borrachas. Se suponía que te ibas el martes siguiente y aún había margen para vernos, pero unas horas después me enviaste un mensaje para avisarme que estabas terminando de hacer la maleta porque viajabas al día siguiente (el miedo ante el inminente cierre de fronteras anticipó la partida).
6.
Hace poco más de un año, a fines de mayo del año pasado, estábamos juntas en un bar cuando recibí un mail fatídico del hombre con quien había planeado hacía meses vacaciones en Grecia, desistiendo de que lo acompañara. El avión a Atenas estaba previsto para cuatro o cinco días después. Entre lágrimas, me ayudaste a barajar posibilidades: renunciar al viaje y quedarme trabajando, perder el pasaje e irme sola a cualquier otra parte, o… ir contigo a cualquiera de las otras maravillosas islas griegas. Y eso fue lo que improvisamos. Terminaste tus trabajos de maestría en tiempo récord y armaste tu mochila.
Llegamos al restaurant en la bahía de Panormos que nos había recomendado Marco en
su café al pie de un inmenso y añoso plátano. Veníamos de una larguísima mañana de aventura con mucha hambre y ánimo de celebrar nuestra gesta Thelma & Louise: habíamos llevado el auto alquilado por un caminito sinuoso que de golpe se precipitaba en caída libre hasta una playita solitaria y deliciosa. Jugamos con un gato, el único habitante del lugar. Nadamos, hurgamos en las anémonas, entonamos huaynitos que atraían extraños pajarracos. Al volver, antes de encarar la dura pendiente cuesta arriba, paramos en una cantera de mármol verde, nos entretuvimos entre sus moles geométricas alineadas, etiquetadas, listas para ser entregadas quien sabe adónde. No había nadie en el socavón abierto, la montaña tajeada en fetas marmóreas.
Dos turistas desconcertados pararon a preguntarnos por el estado del camino. Los animamos a seguir pero desconfiaban ante la caída abrupta. Aguardaron a ver cómo encaráramos nosotras la subida para comprobar que era posible el milagro. El autito se detuvo una y otra vez, el motor forzado en primera, las llantas oliendo a quemado.
Pero llegamos contentas y hambrientas al restaurant y encaramos el menú. Le propuse a Thelma reincidir en la moussaka, y como si “moussaka” fuera una palabra mágica un muchacho hermoso, en la mesa de al lado, se dio vuelta y nos recomendó en perfecto argentino que mejor moussaka no, que no estaba tan buena como los calamares.
Tan felices estábamos que brindamos con fresco vino blanco griego por todos los hombres que hubiéramos preferido borrar de nuestras vidas, porque incluso ellos algo bueno nos habrán dejado. “Por ejemplo este viaje”, te dije.
Te extraño, Thelma.
Ana Longoni es escritora, investigadora del CONICET y profesora. Se doctoró en Artes en la Universidad de Buenos Aires. Da clases de grado y de posgrado en diversas universidades. Trabaja sobre los cruces entre arte y política en Argentina y en América Latina desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. En Buenos Aires estrenó La Chira (2003) y Árboles (2006), dos obras teatrales de su autoría. Impulsa, desde su fundación en 2007, la Red Conceptualismos del Sur. Curó diversas exposiciones, como Roberto Jacoby. El deseo nace del derrumbe (2011), Perder la forma humana (2012), Con la provocación de Juan Carlos Uviedo (2016), Oscar Masotta, la teoría como acción (2017) y Giro Gráfico, como en el muro la hiedra (2022). Entre 2018 y 2021 fue directora de Actividades públicas del Museo Reina Sofía (Madrid). Autora de numerosas publicaciones, su último libro es Parir/Partir (Tren en Movimiento, 2022).
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