Episodio 2: “Maestras”, por Dolores Reyes
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Los oficios y los días
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Los oficios y los días
¿Qué hay adentro del cuerpo de una maestra? ¿En qué cosas no puede dejar de pensar ni dejar de hacerse cargo? Dolores Reyes recorre la rutina que va desde la vocación hasta las vacaciones, en las noches de insomnio intervenidas hoy por los mensajes de whatsapp. La escena de la clase y de la vida donde tomar distancia se volvió una orden imposible.
Semanas ya que el whatsapp, y sobre todo los grupos de adentro de ese antro, no me dejan dormir. Así que desde hace unas noches, y como último recurso, dejo el celular cargando en la cocina antes de acostarme. La enorme cantidad de tareas que implica la cuarentena hace que cada noche de insomnio sea un día que empiezo contra la corriente: todo me cuesta el doble, todo duele en carne viva. Hoy es domingo, cuando me levanto y voy a poner la pava, miro el teléfono y tengo 28 mensajes dispersos y más de 200 del grupo de docentes de mi escuela. Soy maestra desde los diecinueve años, me recibí con dos hijos pequeños y embarazada de la tercera. Elegí ser maestra porque necesitaba un trabajo de pocas horas o que cortara a mediodía para que me permitiera criarlos, acompañarlos, que contemplase cuando ellos se enfermaran y tuviera, por mínima que fuese, una obra social, pero sobre todo, porque necesitaba un trabajo.
Mañana lunes nos llega la partida de alimentos para repartir entre las más de doscientas familias que se acercan a retirar bolsones de comida y cuadernillos de acompañamiento pedagógico. En la primaria les armamos abrochados con actividades fotocopiadas porque sabemos que el noventa por ciento de las familias no tiene computadora ni wi fi.
Cada semana, desde el inicio de la cuarentena, las auxiliares llegan más temprano que nosotras para recibir el envío de alimentos y separarlo en cajas para que nosotras podamos hacer la entrega. Un día antes, las directoras arman una lista con nuestros nombres y documentos que se eleva a Educación para obtener el permiso de circulación válido para cada maestra sólo por ese día. Todo tiene el sabor del trabajo de las hormigas, pequeño, insignificante a escala individual, pero capaz de una enorme potencia a nivel comunitario en esos lugares en donde el Estado es solo el patrullero y la escuela.
Salir después de tanto encierro y tener que tomar un colectivo me genera ansiedad en la previa, y en el momento, miedo. Me pone nerviosa el barrio casi desierto, me pone nerviosa dejar a mis hijos durmiendo e irme, así que salgo bien temprano y llego temprano también, para poder ser una de las primeras en volver. Espero el colectivo mucho más tiempo que lo habitual y viene casi vacío. El chofer abre la puerta de atrás, cuando me acerco a pagar está atrincherado atrás de metros de nylon transparente, digo a Pablo Podestá, me escucha otra cosa, me cobra lo que quiere y me voy a sentar. Con el uso de barbijos y el distanciamiento social se perdieron todas las formas de interacción que había, nadie habla con nadie y, si es posible, ni siquiera se miran. Ya no hay vendedores ambulantes, nadie te pide prestada la sube ni te pregunta dónde queda una calle. Todo es silencio y el olor a desinfectante es tan omnipresente que huelen igual un colectivo, una farmacia, la salita del hospital o la entrada de una escuela. El virus vuelve los sentidos obsoletos, cuesta hablar y escucharnos detrás de los tapabocas, tampoco se puede oler, la voz de los otros nos llega distorsionada y mediatizada, tenemos los ojos destruidos por las pantallas, la lavandina y el alcohol en gel, tocar está prohibido.
Las maestras venimos en dos tandas para no juntarnos tantas y, también, para no exponernos de más al virus en el transporte público.
Entramos en la escuela y hay que aguantarse las ganas de darse un beso y abrazarse. Están esos saludos nuevos y distantes, con el codo, con las piernas y después, tratar de mantener el metro y medio hasta para sacarse una foto. Con una compañera acomodamos dos bancos cruzados a la entrada de la escuela para que los familiares vayan armando la fila. Nos sacamos una selfie y después la comparamos con otra que nos fuimos sacando durante años. La de hoy es triste, con los barbijos no se puede sonreír. Los familiares también parecen tristes, se acercan con la cabeza hacia abajo. Mientras otras maestras van poniendo las cajas de alimentos en fila y los cuadernillos de fotocopias que cada una armó para sus alumnos, algunas dejan regalitos, alfajores, caramelos, cartas con el nombre de cada chico. Cada una trata de estar con ellos de la improvisada forma que puede.
Me llega un mensaje:
—Ma, ¿dónde estás?
—En la escuela. Vuelvo temprano. Dormite un rato más.
Sé lo que es irse a trabajar y dejar a lxs hijxs durmiendo. Durante los 6 años en que trabajé en dos escuelas de Ciudadela, me iba a eso de las seis y media de la mañana con mis tres hijas mayores medio dormidas, mientras los demás quedaban en sus camas, para volver a casa a la tarde y poder compartir sólo un par de horas con los más pequeños. Todavía siento lo que me dolía que los más chiquitos casi no me vieran y lo que festeja hoy Benjamín en cuarentena que estemos todo el día juntos.
Me acuerdo de entrar al barrio Ejército de los Andes -Fuerte apache para todxs- para ir a trabajar en la Escuela 51. El calor insoportable que hacía y yo caminando igual, con el guardapolvo puesto, porque adentro del Fuerte es un mandamiento que con el guardapolvo blanco para llegar o para irte no te jode nadie. Me encantaba trabajar en esa escuela que casi no tenía nada que ver con las otras escuelas en las que había trabajado antes. Los mismos niños que al principio no te hablaban y te relojeaban de costado, con todo el recelo del mundo, unas semanas después te abrazaban hasta hacerte doler y no paraban de contarte sus cosas. Si faltabas por alguna enfermedad, al volver te tenías que comer las caras de enojo y los berrinches por haber estado ausente ese par de días. Para ellos los habías abandonado y punto, no aceptaban ninguna explicación. Fue la única escuela que conocí en donde los niños de primero se iban y llegaban solos a la escuela y los viernes había que revisar porque alguno se escondía en las aulas para no irse.
El 4 de marzo del 2009 la directora me vio llegar y me dijo Mañana no te quiero ver acá. Así que al otro día entré en licencia por maternidad. Una semana después, el 11 de marzo, nació mi hija Ariadna. Por mí hubiera ido hasta el mismo 11 con tal de poder quedarme unos días más con ella después de los 90 días pagos que tenía después del nacimiento. Por eso estaba estirando la licencia hasta ese límite. Las maestras que estábamos embarazadas sabíamos que teníamos que juntar plata si queríamos quedarnos un tiempo más con nuestros hijos bebés. La licencia de lactancia es de 5 meses pero no te la pagan. ¿Y quién le deja leche de fórmula a un bebé de tres meses para irse a trabajar? Sólo una madre de mierda.
Los días de febrero tenía que caminar por el medio de la calle porque todo estaba cubierto de pelopinchos y niños empapados. Alguno que te veía llegar te gritaba Señooo y te hacía ver cómo se tiraba de lleno a esa agua que hubiera escandalizado hasta el desmayo a cualquier pediatra, pero que era, a los 7 o 9 años, el paraíso mismo. Si el niño era más chiquito te venía a abrazar así empapado como estaba. En los exámenes de fines de febrero las maestras pasaban lista y salían a gritarles a los ausentes a los que habían visto chapuceando en las piletas de la calle. Quince minutos después el alumno llegaba chorreando agua, en ojotas y jamás de los jamases con un lápiz o un papel.
Con los años de trabajar en Ciudadela la mandíbula me fue generando una resistencia para no llorar, apretar los dientes sin darte cuenta para al menos no llorar en público todas las intemperies que hay que soportar en la escuelas, la mamá que te cuenta que tuvo que ir a parir y dejar el bebé en el hospital porque si volvía con un hijo más el marido los sacaba a todos a la calle, las alumnas de sexto embarazadas de tíos o padrastros, los niños que te dicen que cenan mate cocido y pan, los que te piden que les cures las manos lastimadas por buscar cartones o botellas en los basurales donde dos por tres encuentran a una chica muerta, la mujer que tiene media cara emparchada porque de niña un perro le comió un ojo y un hijo en absolutamente todos los grados de la escuela, los ex alumnos que vamos perdiendo porque en estos barrios es muy frecuente que sean los padres, y las maestras, los que entierran a sus niños.
Al principio no podía. Al principio me iba llorando de la escuela una vez por semana. Los pibes más grandes se te cagaban de la risa en la cara pero después no, sobre todo si venía alguien de afuera ese mismo que se te había reído a más no poder te defendía a capa y espada. De alguna manera vos habías llorado delante de ellos, en su territorio, en el tiempo que estaban todos juntos, y eso a la larga te hacía dejar de ser una extranjera.
Después tuve que dejar esa escuela del Fuerte porque los días en que llovía mucho se inundaba y no podíamos salir hasta cualquier hora. La oscuridad de la noche volvía peligroso hasta el territorio amigable de la escuela y yo necesitaba volver a un horario más o menos fijo a la casa en donde siempre me esperan mis hijos y mis gatos. Así que dejé el Fuerte y por las tardes empecé a trabajar en escuelas de Pablo Podestá. Así vinieron años de correr colectivos para hacer Ciudadela-Podestá en el 237 a toda velocidad, de una punta a la otra del distrito y con mi casa siempre más o menos en el medio del trayecto, rogando conseguir un asiento para mis hijas antes de que fuese imposible, porque a medida que el bondi avanzaba nos íbamos comiendo todas las salidas de colegios hasta que se llenaba a reventar. Un colectivo cargado de madre con sus hijos escolares y siempre algún que otro pibito colgando de las tetas.
A veces mi tía se llevaba a mis hijas a mitad del camino o venía a casa para quedarse con todxs hasta que yo volviera. Si no mis hijas bajaban cuando el colectivo pasaba por la puerta de nuestra casa en donde yo había dejado su almuerzo listo desde las seis de la mañana y yo seguía sola hasta la parada de mi escuela de la tarde. Después, ver si conseguía un asiento para mí, para pelar ahí sentada, tratando de llamar la atención lo menos posible, el tupper abyecto y comer ese almuerzo sacudido y aplastado, directamente con los dedos y rogando que nadie te mire.
De todos estos años conservo decenas de fotos y me acuerdo, por más que pase el tiempo, de los nombres de los niños que salen abrazados conmigo, incluso en esas fotos en las que yo tenía diecinueve, veinte, o veintiocho años. Tantas veces me pregunto qué habrá sido de la vida de cada uno de ellos. A veces cruzo alguna plaza a todo lo que da y un pibe mucho más alto que yo me grita Seño con toda la emoción del mundo en la voz y yo me paro, lo dejo que se acerque, lo vuelvo a escuchar, hasta que lo recuerdo. Muchas veces les oigo decir: Vos nos leías cuentos o Vos me enseñaste a leer, y tengo ese día salvado.
El amor, durante estos años, no lo encontré en los lugares hermosos, perfectos ni eternos que muchas veces imaginé, tampoco viniendo de galanes de cuerpos soñados, sino en aulas que se llovían o se infestaban de ratas, de cucarachas, de paredes electrificadas porque se filtraban justo arriba del enchufe. En los peores días de mi vida cerraba la puerta con los alumnos empapados adentro, ya no les preguntaba por qué venían los días de tormenta porque sabía la respuesta: En mi casa se llueve más; y nos acomodábamos, con sus sillas alrededor mío y empezaba a leer. Con un cuento de Quiroga el mundo exterior desaparecía y ellos, todos ellos, podían ser por un par de horas lo que eran, niños. Encontraban también en la escuela algo propio de su función, no ya el servicio de desayuno y comedor, el cuidado de la salud, sino algo que no encontraban en ningún otro lado y que está ligado a la función propia de la escuela, leer por placer, disfrutar de una buena historia por sí misma. Sentía algo que de básico e intuitivo me avergüenza aún hoy, que les devolvía algo.
Supongo que el amor venía de estar. Yo he visto a muchas maestras llorar desconsoladas por la muerte de un ex alumno, incluso muchos años después de que ese pibe hubiera dejado la escuela. También lloré cuando degollaron a una ex alumna mía, que recién había cumplido los 15, en el patio de una de mis alumnas de cuarto grado. Sentía que no podía tener más mala suerte porque se suponía que debía consolar a la nena de diez años que se había encontrado ese panorama espantoso en el patio de su casa. Me acuerdo del silencio del grado más quilombero de toda la escuela, ahí, mirándome. Aunque no todos conocían a mi ex alumna y seguramente ninguno había escuchado las tardes que me senté a hablar con ella aconsejándola, porque la veía tan despierta, porque le veía eso que le encuentro a cada uno de los pibes si me siento a conversar: las posibilidades de todo, las capacidades para todo; ellos sabían que una chica había muerto degollada por un problema en la venta de drogas en cantidades mínimas, había ido más allá del territorio asignado y su consecuencia, y ese mensaje, llevado a cabo en su cuerpo de muchachita, eran para todos, también para los pibes de cuarto grado.
También yo me reí de muchas maestras alguna vez, de su moral arcaica, de los aires de directora de más de una, de nuestras miserias cotidianas. Pero a todas las vi llorar, por uno o por otro, o por sus hijos, o por las enfermedades y los propios padres achacosos, o por los maridos ingratos, o por los abandonos, o por sí mismas, adentro de una escuela, aunque más no sea el día de su jubilación, el día en que se les vino encima que habían dejado la vida ahí adentro, dando clases incluso a los hijos de quienes ya habían sido sus alumnos, con los cuerpos desgastados y las voces rotas, compartiendo horas y actividades con esa gente más que con ninguna otra persona en el mundo, les gustara o ya no.
Y mientras vamos entregando los últimos víveres de nuestros siempre acotados recursos, y sacando más fotocopias porque las que preparamos nunca alcanzan, todas hemos hecho la pregunta que va más allá de los protocolos y la contingencia: ¿Cómo está Karen? ¿Cómo está Mayra? Dígale que la extraño, dígale que acá estamos, dígale que ya nos vamos a volver a ver.
Dolores Reyes nació en 1978 en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Vive y escribe en Caseros, partido de Tres de Febrero. Estudió Profesorado de Enseñanza Primaria en el Colegio Normal 10 y Griego y Culturas Clásicas con Victoria Juliá y Leandro Pinkler en la Universidad de Buenos Aires. Con Selva Almada y Julián López trabajó su primera novela, Cometierra, publicada en 2019 en Argentina y España por Editorial Sigilo, traducida a doce idiomas y finalista de Premio de Novela Fundación Medifé-Filba, Premio Memorial Silverio Cañada, Premio Mario Vargas Llosa y Premio Nacional de novela Sara Gallardo. Trabajó en el proyecto Untold Microcosms, para el British Museum de Londres y el Hay Festival, con su texto “El nombre de los árboles”. En 2023 se publicó su segunda novela, Miseria. En la actualidad está trabajando en un libro de cuentos.
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