Episodio 2: “El dólar se va para arriba”, por Verónica Gago
Segunda entrega de su Diario de pandemia
Segunda entrega de su Diario de pandemia
Los gastos cotidianos, las visitas al cajero, los precios que suben. ¿Dónde han quedado las cajas de ahorro con las cuales las abuelas nos protegían del porvenir? Mientras los pesos deslucidos se van, suena una consiga: “Aborto a las grandes fortunas”.
Un diario de pandemia, pienso, debería incluir un diario de los gastos cotidianos. De cómo el cuerpo del dinero va fluctuando al igual que los ánimos (no sólo de los mercados). De cómo los billetes se mandan a guardar –ahora portadores predilectos de gérmenes– a favor del plástico de la tarjeta, del teclado de la transferencia, al punto de lanzar la figura de la billetera virtual, la cual no requiere ni del bolsillo del caballero ni la cartera de la dama, apenas un click. La moneda, arriesgo, compite con la pandemia por el tiempo de las noticias, por acaparar de qué hablan los números, por ser la medida de lo que va sucediendo.
El verde-dólar trepa, en los portales de los diarios, contra los pesos deslucidos. Igual cada vez menos se ven los colores de los billetes, que apenas se tocan y nos perdemos del contacto con ese papel rugoso. Contar plata es algo táctil. Visto desde hoy nada higiénico: saliva en los dedos y manoseo de billetes para volver los dedos hacia la lengua y otra vez meterlos en la hendija de un pequeño fajo de papel gastado, pasado por no se sabe cuántos otros dedos, tal vez también ensalivados. Desde la epidemia de nuestra coyuntura, se ve como lamer un pantano.
Voy al cajero. Mi problema es que me olvido las claves, las tengo que cambiar todo el tiempo y me las vuelvo a confundir. Además, no me acuerdo si es la misma que puse para pagar el gas ahora virtualmente o la que tuve que registrar para la cuenta de Zoom que me prestan para dar clases. Espero que salgan los billetes, aún hay cosas que no se pueden pagar sin ellos. Primero el ruido y luego, con unos segundos de demora, presenciamos un signo material de que tenemos plata al ver escupir metálicamente esos papeles. La virtualidad se desvanece al menos en algo.
Una de las acciones que hicimos para la huelga internacional feminista de 2017 fue hacer sellos y sellar billetes anunciando “8 de marzo. Paro internacional feminista”. Como banqueras ficticias de otro sistema por venir, nos pusimos a sobreimprimir en el cuerpo de billetes gastados un mensaje. Ilusión de detener la circulación y a la vez de usarla para nuestros propósitos. Imitando un nuevo sello de agua, pero con mensaje en tinta negra, nos tomamos en serio y en sorna la circulación del dinero, su privilegio de pasar por las manos de todes, su capacidad de llegar a cualquiera.
Los billetes, a diferencia de las transacciones virtuales, se llenan de marcas. Vemos números escritos con birome, delatando que fueron parte de la cuenta de alguien, mensajes de amor, cinta scotch. Nos contaron entonces que las Madres de Plaza de Mayo los usaron para mandar mensajes de búsqueda de sus hijes en la dictadura. Como una botella al mar de los intercambios, los billetes portan cuerpo, se doblan, se hacen un rollito, se los esconde, e incluso se los puede poner debajo de un plato o de una almohada.
Además, un billete se puede falsificar. Siempre me viene al recuerdo esas líneas de Marx donde cuenta que en la época en que en Inglaterra se dejaba de quemar a las brujas, se comenzó a colgar a los falsificadores de los billetes de banco. Era el momento de la creación del Banco de Inglaterra y los falsificadores burlaban la autoridad de la moneda, eran enemigos públicos. Asimilados en prontuario con las brujas, se les emparentaba como figuras capaces de obstruir el monopolio del signo de la riqueza y de la autoridad.
Vuelvo al cajero. Es de las salidas más frecuentes en pandemia. Cartel: advierte no tirar chorros de alcohol sobre la pantalla, pero sí higienizarse después de usarlo. La asociación moral de dinero y suciedad ya no es metafórica o ideológica, la pandemia la hizo estricta realidad. En la pared del mismo banco se lee un grafitti que pregunta quién va a pagar la crisis.
Mi abuela paterna me abrió una caja de ahorro al mes que nací. En medio de la cuarentena, como tantes, me pongo a ordenar cosas que no hubiese elegido nunca ordenar. Me tocaron los libros. En el medio de uno de ellos me encuentro con esa libreta marrón que dice en letras mayúsculas “LIBRETA DE AHORRO” y un número. En la primera página tiene mi nombre y fecha de nacimiento y el de mi abuela como mi “representante”. Una serie de sellos, como los de las cartas, certifican que hizo depósitos sólo un año, hasta 1977. Al lado, unos casilleros registran la anotación en lapicera de los importes y saldos en cifras. Me imagino que no son los números de mi abuela, que no es su mano la que hizo las cuentas, sino del cajero de la sucursal bonaerense, pero no sé. La libreta tiene en su contratapa la leyenda: “Distribuya con método sus ingresos. Controle sus gastos. Ahorre”.
Mi abuela tenía una obsesión con darme plata a escondidas. Cuando nos despedíamos me metía un billete doblado en el bolsillo o me lo ponía en la mano hecho un cuadradito y me hacía apretarlo, otras veces lo encontraba disimulado en algún regalo (como si el regalo fuese solo la cobertura permitida de lo que podíamos intercambiar). Lo vivía como si me estuviese pasando un mensaje secreto, y creo que ella también. Porque la cosa era que no vieran que me daba plata o, mejor dicho, que nadie supiera que yo tenía eso guardado. Supongo que pensó lo mismo cuando me abrió esa caja de ahorro a mi nombre y fue al menos siete veces en persona a depositar algo que imaginaría como algún tipo de reaseguro para mí.
Vuelvo al cajero. Pensé que había sacado suficiente plata pero me desaparecieron los billetes en un par de compras de almacén. Especulo en las dos cuadras que separan mi casa del banco en cómo averiguar cuánta plata sería eso que se supone que virtualmente tengo ahorrado en esa caja de ahorro remota en el tiempo y el espacio. Mi abuela, huérfana desde niña, siempre se afanó en salvarse y sabía que sin algo de plata a nombre propio sería imposible. Cuando murió, el chiste era qué billetes pasados de época estarían escondidos entre bolsas de azúcar, botellas de aceite y naftalina (sus otros productos más preciados, también gemas de ahorro). Me sorprendo de lo poco que me queda en esta cuenta actual. Digo que cuando regrese voy a mirar el detalle, pero después nunca me acuerdo lo que gasté, me olvido los débitos automáticos que inscribí aceleradamente en estos meses de pandemia y no reconozco los nombres de los negocios en los que la lista de “últimos movimientos” dice que compré cosas.
El dólar sigue trepando. Vuelvo a chequear hasta las 15 horas que por fin ese número parece dormirse al menos hasta el otro día. Cada cambio pulveriza, de modo automático, lo que valen los billetes que no son verdes.
Me escribe una militante feminista desde Milán para contarme que van a hacer una acción frente a la Bolsa de Comercio de esa rica ciudad italiana, que han leído el libro Una lectura feminista de la deuda que escribimos con Luci y si puedo mandar un mensaje de audio para que lo escuchen como parte de la acción. Lo ensayo un par de veces, porque en el medio mi vista se va a repasar los sellos de la caja de ahorro sobre los cuales hay otros sellos en tinta roja que dicen días (10 JUN 1976 – 27 SET 1976 – etc.) y finalmente logro mandar un minuto. Al día siguiente recibo sus fotos de la acción. Entre ellas, un falso y gigante billete de cien euros (no quiero ni calcular cuántos pesos serían), ha sido intervenido con la frase: “Dovete darci il denaro!” (¡Nos tienen que dar la plata!).
El impuesto a las grandes fortunas ocupa la tapa de los diarios. Se duerme en un cajón, como dicen, pero ahora parece resucitado. Se tiñe en estos mismos días de verde. “No vamos a pagar la crisis con nuestros cuerpos ni con nuestros territorios”, dicen los muros feministas, esas paredes virtuales, acá y allá. Como un mantra para responder esa otra pregunta de quién va a pagar.
Como han pintado las Cromoactivistas, no cualquier verde es lo mismo. No es el verde del dólar el que se impone, sino el de la marea abortera. Nunca tan claro como ahora que del compost de bruja y falsificador, creció la consigna “aborto a las grandes fortunas”. #SeráLey
Verónica Gago es militante feminista, docente y editora. Es parte del colectivo NiUnaMenos, trabaja como investigadora en el CONICET y enseña en diversas universidades públicas. Coordina el Grupo de Investigación e Intervención Feminista (GIIF) y el Grupo de Trabajo sobre Economías Populares en CLACSO. Es editora en Tinta Limón. Es autora de los libros La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular y La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo, traducidos a varias lenguas. También es compiladora de volúmenes colectivos y colabora en diversas publicaciones nacionales e internacionales.
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