|

Episodio 2: “Ana, Natalia, Ana, Natalia”, Por Juan Diego Incardona

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden

Debates, Diarios

Diarios - Mayo/Junio 2020 - Días que se empujan en desorden

¿El cautiverio es la cuna de las grandes obras? O el territorio donde se cultiva el diletante. Juan Diego Incardona consigue en esta serie dejar en evidencia el recorrido de un pensamiento que va y viene, de la cama al living, del amor a la serie. Hasta que suena el timbre.

 

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura;
la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas;
la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.

Charles Dickens

Yendo de la cama al living

Leí en algún lado que el Don Quijote de Cervantes, Los Viajes de Marco Polo, El Príncipe de Maquiavelo y los Cantos de Ezra Pound, entre muchos otros libros, fueron escritos por sus autores en cautiverio. Este antecedente de la literatura podría ser alentador para un escritor medio bloqueado como yo que, de pronto, se encuentra encerrado –igual que media humanidad–, salvo, por supuesto, para ir a comprarle algo al chino con máscara de soldador o al farmacéutico de los termómetros enfriadores.

¡Pero en la época de Cervantes no había series!

Tampoco películas, noticieros, documentales, internet, whatsapp, redes sociales. ¡Y Marco Polo no jugaba al Age of Empires II! Lo tengo que decir: qué siglo difícil para ser escritor.

Incluso antes de la cuarentena, cuando volvía del trabajo, no tenía ganas de hacer nada, sólo comer algo, prender la tele o la compu y después irme a dormir.

—¡Dale, no te quejes! —salta la pelota Wilson en el escritorio—. Ellos tampoco tenían antibióticos, teléfonos y todos los adelantos tecnológicos y avances científicos de hoy. ¡Hacete un té saborizado, pequeño burgués!

—¿Qué? ¿Por qué no te vas a la mierda, Wilson? Me tratás de pequebús, ¡yo soy del Conurbano!

—Jajaja —se tira del escritorio y empieza a picar solo en el parqué.

Wilson se burla de mí porque hace como tres años que vivo en el barrio del Abasto –Balvanera–, en esta casa bastante bonita, aunque sin mucho aire ni luz, que en realidad no me pertenece, sino que es propiedad de mi novia Catalina la chiquita, que me abandonó y me dejó hecho un trapiiitooo –llora el personaje más triste del mundo, dibujito argentino–, para irse a su ciudad más amada: Berlín. Es decir, de novio me convertí en inquilino.

—¡Locatario crónico! ¡Monotributista serial! ¡Changarín cultural! —Pelota Wilson me las recuerda todas.

A mi novia la bauticé Catalina la chiquita porque es toda rubia y al lado mío parece de la nobleza. Ella es hermosa y muy buena, pero siempre critica y, cuando se enoja, se convierte en la Reina de Corazones de Alicia en el País de las Maravillas. ¡Que a Juan Diego le corten la cabeza!

En enero –una vez más– decidió romper conmigo –una separación extraña, ya que vivimos en distintos países–; entonces yo, como en mi mejor época de vendedor ambulante –esto se los conté en el libro Objetos maravillosos–, apelé a la fuerza del lenguaje y empecé a mandarle audios y a dar en cada videollamada discursos llenos de metáforas, que nos dieron a los dos mucha risa, mucho llanto, re telenovela. De algún modo, a fuerza de adjetivos, la reconquisté. Ella dice que soy el orador del amor, que no puede resistirse a mis discursos de peronismo romántico, así que estamos juntos de nuevo, a once mil novecientos kilómetros de distancia.

Parece que, en Berlín, como ahora están prohibidas las marchas, la gente protesta con sábanas blancas colgadas en los balcones. Uno escucha que en Alemania no tienen problemas, pero allá siempre se están manifestando por algo. ¡La queja es una conducta universal! Ella es periodista y escribió en una nota que hay quienes siguen insistiendo en hablar de cosas que no sean la enfermedad. Los lemas de estos días: “#LeaveNoOneBehind” y “Las fronteras matan como el corona”. Cuenta también que los nuevos grafitis de Hermannstrasse tienen como motivo recurrente el papel higiénico, porque hay desabastecimiento. ¡Uh! Si a eso le sumamos que los alemanes no usan bidet, la verdad no me quiero imaginar más detalles.

Desde que empezó la cuarentena, ella está muy pendiente y manda mensajes a cada rato; me da todos los gustos posibles de la virtualidad y me demuestra como nunca su cariño a través de emoticones y corazoncitos –acá al lado Wilson se ríe–, gifs animados, besos, fotos de los parques o el cielo de Berlín. Su verdadero nombre es Natalia y este dato es pertinente, al menos para mí, ya que continúa mi círculo vicioso y misterioso. En la vida tuve cuatro novias: Ana, Natalia, Ana, Natalia. Distintas Anas y distintas Natalias. Catalina la chiquita vendría a ser Natalia 2.

—Loco, ¡cómo te gusta repetirte! —dice Wilson.

¡Aaaaaa chú! Estornudo y, aunque estoy solo en casa, me tapo con el codo.

—Salud —me digo yo mismo, porque ahora Wilson guarda silencio.

Entre el amor y el espanto

Me voy por las ramas y de pronto suena: ¡el timbre! ¿Qué?

Esto es realmente preocupante. ¿Pero quién podrá ser? ¿Y si es un ladrón? ¿Y si es un estafador que se hace pasar por enfermero para tomarme la temperatura? Hay que tener mucho cuidado; esta situación es propicia para el delito.

—Al final -Wilson me mira y se pone serio-, vos mucho Villa Celina pero cuando las papas queman, reproducís los temores típicos del porteño de clase media. ¡Bienvenido a la tradición del Matadero!

—Uh, Wilson, me pegás donde más duele.

—Y sí, flaco, te convertiste en el señor Lanari del cuento “Cabecita negra” de Rozenmacher.

—Uh, te odio. Pero gracias por lo de flaco.

El timbre suena una vez más. ¡Cómo insisten!

¿Quiénes serán? Mis alumnes del taller literario no pueden ser porque ellos saben que pasamos a la virtualidad; que un día toca poesía por Skype; otro, cuentos norteamericanos por Zoom; otro, cuentos argentinos por Jitsi meet; otro, debatir sobre cine por Hangout –en nuestro taller peronista, yo me mando la parte, tenemos una obra social que incluye ciclos de cine gratuitos para todo el grupo familiar y una pileta en Camino de Cintura.

—Dale, Perón, ¡abrí la puerta!

¿Habrá venido algún colgado? Cami Camila, la niña prodigio; o Emilia, la peor alumna; o Mechi, mi alumna favorita. O capaz son los pilares del taller: la Capitana Inés y Edu, que siempre están, aunque soplen vientos de invierno. Ay, mis amados alumnes, me gustaría dejarlos pasar. Pero, ¿y si son portadores? Ya me imagino saliendo en los diarios: “Taller literario causa una catástrofe sanitaria”.

No, no les puedo abrir, tengo que ser responsable y seguir la línea del Gobierno nacional.

Lo que pasa es que, en el taller literario, el distanciamiento social es imposible. Siempre nos abrazamos, compartimos mates, hacemos rondas de lecturas y karaokes literarios cuyas gotas aerosolizadas están llenas de virus que, dicho sea de paso, puede vivir en el aire como tres minutos. Lo explicaron en el noticiero.

—Excusas —comenta Wilson.

El timbre suena otra vez. Ay, ¿qué hago? ¿Y si están afuera chupando frío? ¡Yo me preocupo por ellos! La conurbánica Belén, la internacional Lucía, Carlos el chileno y Carlos peronista yogui, la productora Solange, el científico Diego, el cantante Nahuel, el dibujante Gabriel, el lobizón Gustavo, Andrés de los primeros hombres, las altas incorporaciones, Ayelén y María Cristal, las sobrevivientes del miércoles de ceniza, Ariana non sancta, Mar la española y su hijito Kim. Y sólo estoy nombrando a los Detectives de la elipsis del taller del lunes; capaz vinieron también los Hipnotizadxs por el dato, del martes. A ellos también los quiero, que no se pongan celosos. Capaz se organizaron para hacer un supertaller y darme una sorpresa. Y yo, re flojo, no me digno a contestar el portero.

—¡Atendelos, cagón! —Pelota Wilson me canta la justa.

Bueno, me voy a arriesgar contra todo sentido común, contra la ley y el Gobierno. Perdón Alberto, perdón Cristina, pero no puedo dejar a mis alumnes tirados.

—Hola, ¿quién es? —pregunto tímidamente.

—Buenas tardes, señor, voy a leerle un pasaje del Libro de Job.

—¿Qué?

Y un gran viento vino del lado del desierto y azotó las cuatro esquinas de la casa, la cual cayó sobre los jóvenes, y murieron; y solamente escapé yo para darte la noticia…

—Pero, ¿cómo? ¿Los Testigos de Jehová pueden salir a la calle? ¿Y mis alumnes?

Cuelgo el portero. Yo no sabía que los Testigos de Jehová estaban exceptuados. A ver, lo voy a googlear.

Wilson se pone a picar solo y afuera se escucha primero el sonido del viento moviendo las chapas, después las primeras gotas que caen sobre el techo del patio cubierto. ¿Y eso? Parece que cayeran piedras.

¡Qué raro! Si el pronóstico no decía nada de lluvia, ni de granizo, ni de vendavales. Al contrario, hoy, cuando miré el celular, había un dibujo del sol y, apenas, unas nubecitas.

Conseguí tu entrada

RESERVAR

Suscribite a nuestro newsletter