Episodio 1: “Nos precarizan la vida ¡Les desordenamos la casa!”, por Verónica Gago
Primera entrega de su Diario de pandemia
Primera entrega de su Diario de pandemia
Episodio 1: "Nos precarizan la vida ¡Les desordenamos la casa!" por Verónica Gago
Verónica Gago se propone hacer el diario desde octubre, el mes de las revoluciones. Tiene el eco de la revuelta de las mujeres en Chile y la promesa de más encuentros, entramados, más desórdenes. Mientras el tiempo y el espacio 2.0 rigen las relaciones, la vida cotidiana y el trabajo.
Hace un año estabas… Esa memoria portátil a base de silicio que es feisbuk, con su mecanismo de ir tirando flashbacks que llevan a la contabilización programada del tiempo, este año de pandemia se ha vuelto otra cosa. Ya no sólo señal de la velocidad (alocada o ralentizada, según las propias percepciones) del paso del calendario, sino recordatorio actual de un cambio de tiempo.
Las imágenes de la vida anterior parecen otra vida. Dicen que por eso hay una suerte de pasión por los recuerdos que hizo que muches se dedicaran durante la cuarentena a revisar y postear fotos del pasado. Ante la imposibilidad de fantasear futuro, de programar encuentros, arremetió la fascinación por el pasado en clave personal.
Evité ese ritual (el de las fotos viejas), pero de algún modo el recuerdo a cargo de feisbuk cada día me hizo involuntariamente parte de la acción memoriosa a la que nos entregamos un poco en el encierro. Lamenté no haber sentido nostalgia de ese presente mientras pasaba, confiada en que este año tendría todavía más derivas y desplazamientos. Pero las cosas con la apariencia de lo rutinario o de una ocasión singular se volvieron de un momento a otro igualmente parte del régimen de lo irrealizable. Festejar un cumpleaños, viajar, ir a una manifestación, por ejemplo.
Esta parte del diario de pandemia toca en octubre que, bajo todos los ropajes, insiste en ser el mes de las revoluciones. De sus chispas, de sus escenas inolvidables. No sólo estos días entonces aparecen esas fotos que nos repiten una vida que parece haberse vuelto irrepetible (¿por cuánto tiempo?), sino también imágenes multitudinarias de los encuentros plurinacionales de mujeres, lesbianas, travestis, trans y no binaries, esa memoria itinerante que se ha amasado como memoria feminista, pero también se suceden recuerdos de otros octubres.
¿Hay ahora una cancelación del tiempo? ¿Una literalidad de eso que dice “evento cancelado”, cuando algo se suspende por fuerza mayor, llevado a que no habría más acontecimiento; es decir: lo propio del régimen de lo inesperado? ¿La experiencia generalizada de estar sin tiempo durante la pandemia sería lo contrario o la realización absoluta de esa cancelación?
La experiencia con el cambio abrupto de mi propia rutina me exaspera: ¿de dónde sacaba tiempo antes para hacer todo lo que hacía? Ahora, casi sin salir o saliendo muy poco, me siento atornillada a la silla para jornadas de trabajo que se alargan a fuerza de virtualidad, de tareas domésticas que nos hacen extrañar el abandono del hogar con cualquier excusa. Extraño el tiempo muerto, detenido y perdido. No es el tiempo simplemente de no hacer nada, sino de aquello que no cuenta como tiempo.
Hoy no es sólo el tiempo mayor (plus de horas) que le dedicamos a trabajar (primer índice material de que nos están jodiendo), sino del nivel de agotamiento que registran nuestros cuerpos. Muy distinto al cansancio del roce con la calle, con el transporte, con lxs otrxs, con vivir afuera.
El cambio de tiempo en el que estamos refiere más que a su cancelación, a experimentar que lo que busca ser suprimido es la discontinuidad. Incluso con la discontinuidad de la muerte, que parece integrarse al flujo de las noticias en tiempo real, buscando quitarle incluso su estatuto de interrupción radical.
Lo que hay es una producción de tiempo como si fuera solo continuo, sin separadores, sin pausa. Me toca hacer actividades en algunas ciudades distantes, con colegas y compañeras con las que habíamos planeado encontrarnos. La experiencia de en una misma semana haber estado en tres ciudades distintas sin salir de mi casa no es sólo frustrante, es la de un cansancio banalizado, es la de una fantasía sin cuerpo (no sería materialmente posible para mí de lunes a viernes haber pasado por México, Alemania y una campiña inglesa). Aun así, nos decimos, no nos soltamos, nos juramos que la próxima será de verdad.
La pandemia misma parece ser simulacro de un acontecimiento: todo cambia (“nada volverá a ser igual”, se repite una y otra vez) para que nada cambie o, peor aún, para empeorar. Nuestros años 20 son así una suerte de nuevo año 0, que nos obliga a imaginar, otra vez, el mundo como tiempo y el tiempo como movimiento, como propone Josefina Ludmer en su propio diario (de tiempo suspendido-sabático) hace 20 años.
Hace un año… unxs estudiantxs en Chile saltaban los molinetes del subte, negándose a pagar el aumento del pasaje y desencadenaban, con ese aleteo, un estallido social. Un acontecimiento a partir de un salto (literal) del tiempo. Un tiempo-movimiento. Ese mismo año, la huelga general feminista fue la mayor movilización pos dictadura en ese país (como lo fue la movilización feminista Ele Não en Brasil, luego del asesinato de Marielle Franco).
El estallido podría definirse a partir de una masa enorme de tiempo que se libera, produciendo in situ memoria del futuro, quedando disponible ahí para fabricar presente. De hecho, las feministas chilenas dijeron: ni nostálgicas ni víctimas, históricas, después de haber renombrado las estaciones de ese mismo subte que se convirtió en la escena subterránea del levantamiento. En esas tres palabras (nostalgia-víctima-histórica) hay disputa de tiempo, de una relación de cualidades diversas con el tiempo. Una marca indisimulable de su paso, pero también evidencia que siempre lo que está en juego son ciertos usos del tiempo.
Tenemos en la historia muchos relatos de ese tiempo trastocado. La lucha feminista hace con el espacio y el tiempo lo mismo que sucede con una media dada vuelta. Todo lo que quedaba adentro sale a la calle. Todo lo que estaba plegado y replegado sobre la intimidad de las costuras queda al aire libre.
Hace un año… En Chile, la revuelta alcanzó a la memoria y leímos paredes que decían que donde había nacido el neoliberalismo, lo iban a enterrar.
Unas semanas antes habíamos estado ahí con Luci, en actividades entre Santiago y Valparaíso. Nos invitaron esas mismas compañeras que después veíamos por las redes en las barricadas, sosteniendo la revuelta, denunciando la represión. Apenas unas semanas antes charlamos del futuro de la huelga feminista. ¿El futuro estaba ahí nomás? Luego de que conversamos con estudiantxs secundarias muy jovencitas en una radio, salimos y las dos sentimos electricidad en la piel. Así como cuando la energía es demasiada y las superficies se saturan y hacen pequeñas descargas. Todo el tiempo anduvimos por esas calles con banda propia, como se llama ahora esa bellísima editorial chilena fundada por feministas que sacaron a Virginia Woolf de la pieza y la invitaron a cruzar los Andes.
Anoto y me pregunto qué significa fechar, ponerle fin, inaugurar una época. Disputar el calendario y las marcas del tiempo (como lo hace ahora la pandemia). Los Chicago Boys tuvieron su tribunal popular feminista también ahí y ahora. La memoria, dice Nelly Richard poniéndole suelo y materia, es ir y venir. Es ella también quien ha magistralmente señalado lo que significa que la toma feminista de la universidad católica en 2018 haya grafiteado en sus paredes que los Chicago boys temblaban frente al alzamiento feminista, haciendo de la memoria “pulsión emancipatoria” y sacando nuevas cuentas de lo que significó el ajuste estructural.
La huelga feminista (aunque esto lo dejo para la próxima vez, con más tiempo) es una toma de las horas, una suspensión y una sublevación de sus inercias y rutinas, que se traduce en conmoción de lo que percibimos como presente.
¿La revolución feminista puede ser cancelada? La pandemia ha aumentado de manera exponencial y ya evidente en nuestras vidas el tiempo dedicado al trabajo doméstico. No solo por las precauciones de limpieza (junto con la farmacéutica y las plataformas, las empresas con más ganancias), sino por el gran encierro hogareño (o incluso barrial). La casa ha devenido fábrica. Proletarizadas puertas adentro, ya sin afuera. No es casual que en Argentina hayan justo ahora sido contabilizadas la cantidad de horas que implica el trabajo de cuidados y el trabajo doméstico en general, mostrando que es la “industria” que más ha crecido en estos meses.
Si se hablaba de una triple jornada laboral para las mujeres, lesbianas, travestis y trans (trabajo asalariado, trabajo doméstico y trabajo comunitario), estamos hoy ante la imposibilidad casi de distinguir las horas en las que cada una de esas jornadas sucede. Por un lado, porque hay una indistinción espacial que todo lo mezcla. Por otro, porque la jornada no sólo se extiende en cantidad de horas, sino que se intensifica al no tener distinciones. Cada hora es triple jornada en sí misma. Mientras se teletrabaja, se cuida; mientras se hace trabajo comunitario, se atiende a la prole; a la vez que se trabaja a domicilio, se ordena y se cocina.
Pienso qué escribiría Ludmer si hoy llevara ese diario, con qué maldad hablaría de este encierro, con qué literatura diría que se narra desde aquí, América Latina. Me llega por correo la nueva edición de su libro, con un magistral prólogo de Matilde Sánchez y su primera frase me impresiona: “Y llegó el libro del final, su último ensayo, aunque no sabíamos por eso entonces”.
Nunca se sabe ni el final ni el último. La memoria vuelve a la revuelta, porque parece que no hay última. Vuelvo a las feministas chilenas (esta primera entrega del diario está inspirada en esa revuelta). Dijeron: “Nos precarizan la vida ¡Les desordenamos la casa!”. Ya sabemos los ecos que tiene decir que la casa está ordenada. Es una metáfora política patriarcal recurrente, llamativa cuando queda en boca de mandatarios porque revela, de última, una verdad: que ahí empieza (y se sostiene) todo orden político porque ahí mismo se estructura un orden de sexo-géneros.
La casa como sinónimo de la política es lo que hoy está en disputa. Porque se hace impagable, porque las violencias domésticas las convierten en los lugares de los cuales huir o, cuando se puede, echar al violento. También porque en su conversión en lugar de cuidado y de teletrabajo 24/7 se le demanda hiperproductividad en condiciones cada vez más precarias. Para eso hay que hacerse cargo desde los gastos de infraestructura –pagando facturas como si fuésemos las dueñas de la empresa– hasta sus condiciones de limpieza bajo el loop de comprar-cocinar-lavar. Es como un revés de la demanda de los servicios públicos: todo parece que debe resolverse adentro y a cuenta y riesgo de cada quien (mientras me toca arreglar los caños del baño que le pierden a un vecino y reclamar por Internet). Es un modo de hacer de lo doméstico un nuevo régimen laboral, sin paritarias y amasijado con la fobia al transporte público colapsado en muchos casos, y un abaratamiento general de la (in)movilidad de la fuerza de trabajo.
Al extenderse este régimen doméstico también a otros trabajos, se los ha bautizado como “esenciales”. La torsión del reconocimiento con esa palabra es compleja.
En buena medida se hace codificándolos en clave de abnegación, heroísmo y mandatos de género. Queda así forcluido el reconocimiento feminista de esas tareas logradas en estos años de movilización, debate y organización, capaz justamente de desacatar los contornos familiaristas asociados a esas tareas.
La noción misma de trabajo esencial condensa así una fuerte paradoja: pone nombre a una re-naturalización de esas tareas y de ciertos cuerpos dedicados a ellas, ahora aplaudidas pero no lo suficientemente remuneradas; valoradas pero reinstaladas en imaginarios cuasi filantrópicos (y con apoyos eclesiales). Esto produce una pirueta particular: se habla de trabajo pero al calificarlo de esencial parece dejar de ser trabajo. Se le reconoce valor pero pareciera ser fundamentalmente simbólico y emergencial. Vemos a gran escala practicarse sobre estas tareas y sobre muchísimos empleos vinculados a la reproducción social –que incluyen desde la educación a la salud, pasando por todo tipo de labores de cuidados, de producción agroecológica y atención telefónica– la maniobra histórica de la naturalización del trabajo de reproducción.
Pienso si el año que viene feisbuk se acordará de nuestras imágenes de cuarentena y se querrá quedar con el lugar de ser nuestro diario de pandemia. Por eso mejor escribirnos acá, contarnos cosas por mensajes y por cartas, antes de regalar la memoria de esto que estamos haciendo, más escondidas pero más a la vista que nunca de los algoritmos envalentonados por el shock de horas-pantalla.
Sin embargo, octubre no deja de ser octubre. Volvemos a ver las calles llenas en Chile: la memoria del año del levantamiento se hace de nuevo ese ir y venir del que habla Richard y ocupa la plaza La Dignidad.
Vemos armarse territorios del afuera. Redes de cuidado, asambleas que se sostienen, iniciativas transversales que buscan mantener los asuntos en común. Las casas se resisten a volver a ser espacios de encierro. La casa no está en orden.
Verónica Gago es militante feminista, docente y editora. Es parte del colectivo NiUnaMenos, trabaja como investigadora en el CONICET y enseña en diversas universidades públicas. Coordina el Grupo de Investigación e Intervención Feminista (GIIF) y el Grupo de Trabajo sobre Economías Populares en CLACSO. Es editora en Tinta Limón. Es autora de los libros La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular y La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo, traducidos a varias lenguas. También es compiladora de volúmenes colectivos y colabora en diversas publicaciones nacionales e internacionales.
Conseguí tu entrada