Episodio 1: “Enfermeras”, por Dolores Reyes
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Los oficios y los días
Diarios - Mayo/Junio 2020 - Los oficios y los días
Una mujer y sus seis hijos transitan el aislamiento obligatorio en una casa de la provincia de Buenos Aires. Por entre las rejas, alguien pretende entrar. Desde los recuerdos, una de las hijas vuelve a nacer. El peligro y la fuerza para enfrentarlo conviven en la misma casa. Dolores Reyes construye un relato en miniatura sobre la maternidad, los cuidados y le otorga una voz literaria al sentimiento de angustia.
Estoy con seis hijos y seis gatos encerrada hace semanas en una casa al oeste del gran Buenos Aires. Al principio fue para nosotros un reencuentro, una oportunidad inédita de poder compartir un tiempo que nunca tenemos más que mutilado y con sus pedazos esparcidos como se puede, en el ritmo bestial que el trabajo y las escuelas nos impusieron siempre. Durante los primeros días tratamos de dejar a la muerte afuera y compartir. Pero a medida que la sentencia se alarga, se nos empieza a volver insoportable la falta de calle y de nuestra gente más querida.
Estancados en el espacio que habitamos, con su cara conocida en donde, pese a todo, estamos en casa, también nos vamos asomando a otra que se retuerce cada día más: con frecuencia nos cortan la luz. Esos días estamos obligados a hacer la vida de cuando todos eran pequeños, jugar a las cartas, dibujar, salir al jardín a hacer pases con la pelota o jugar al quemado, pero la proximidad de la enfermedad a oscuras, con el barrio sumido en un silencio mortuorio, va volviéndose insoportable. El cuarto corte de luz empieza un martes a las 7 a.m. y dura hasta la noche. A la tarde ya no sabemos qué hacer, tengo los ojos agotados de leer y está empezando a oscurecer. Para aprovechar el último sol salimos al jardín. Benjamín, el más chico, trae la pelota, jugamos hasta que no podemos ver casi nada y se llena de mosquitos. Cuando decidimos volver y encender por fin las velas, vemos a un hombre que nos mira desde atrás de las rejas. Me para en seco, no sé si todos mis hijos lo vieron, pero se nota que él nos mira desde hace tiempo.
Cuando está claro que no vamos a avanzar con él ahí parado, pregunta si no le alquilo el garaje para dormir. Está bien vestido, tiene unos diez años más que yo. Le digo que no. El hombre insiste y se agarra a la reja pegando su cara y su cuerpo lo más que puede. Si cuando pasemos estira el brazo, nos va a alcanzar. Insiste en que quiere dormir en nuestro garaje o, si no, ahí mismo en el jardín. Eso le parece gracioso y, cuando se ríe, me llega un olor a alcohol rancio. Miro alrededor buscando una piedra pero no hay ninguna, Veo la pala que usamos hace un par de meses para enterrar el cuerpo del Poppet, mi gato preferido, cuando se murió en diciembre. La levanto y se la muestro. Le miro los dedos agarrados de la reja y me muestra de nuevo su sonrisa violeta. Tengo tantas ganas de darle con el filo en alguno de los dedos que imagino su dedo mutilado cayendo al jardín como una semilla extraña, pero me quedo parada enfrente suyo con la pala entre las manos como si fuera un fusil, mientras cada uno de mis hijos pasa por atrás de mi cuerpo y vuelve adentro de la casa, la oscuridad es total.
Le clavo los ojos al tipo y me voy yendo. Cierro la puerta, dejo la pala del lado de adentro. Mis hijas tienen las linternas de los celulares prendidas, sus hermanos están pegados a ellas. Enciendo las velas. No quiero ni mirar para el jardín pero todos estamos a la espera de algún ruido que venga desde las rejas. Unas horas después vuelve la luz.
Es la normalidad del mundo externo la que se convirtió en algo que lastima y nos vuelve muy difícil imaginar la salida a un mundo nuevo más allá de este actual, como si todos los habitantes del mundo estuviésemos perdiendo la misma guerra.
Por primera vez en mi vida la angustia empieza a ser un sustantivo concreto, se puede ver y tocar, se siente.
Cuesta dormir, duele soñar, cuesta levantarse.
Hoy me despierto y después de darme cuenta de que la pandemia continúa, recuerdo que mi hija Eva cumple diecinueve años. Todos duermen. Pienso en cómo Eva nació a destiempo y en un lugar que pareció elegir ella misma, en un 2001 estallado por el hambre y los saqueos. En esa época vivíamos a unas treinta cuadras de acá, en un departamento en el barrio del Fonavi de Martín Coronado. Ni bien el embarazo de Eva comenzó, su padre cargó las pertenencias que le entraban en el VW 1500 que usábamos para hacer las compras o llevar a los pibes a la plaza y se fue. Era mi cuarto embarazo y lo pasé casi tan confinada como ahora, con veintiún años, junto a mis tres hijos anteriores, nuestra gata Medea y Eva metida en la panza.
Una mañana de abril estaba colgando la ropa en el rectángulo minúsculo que hacía de balcón cuando sentí un dolor de espalda. Fue un dolor mucho más suave del que puedo sentir ahora cuando me paso de trabajo en la computadora. Pensé que era algún mal movimiento, pero al rato el dolor volvió y comenzó a repetirse como en oleadas que después se iban apagando de a poco. Cada ola de dolor anunciaba la siguiente. Llamé al padre de Eva, se había ido a vivir a La Matanza. El VW 1500 tardó un par de horas en llegar y cuando fui bajando las escaleras sentía que la panza se me endurecía a más no poder, así que caminé rápido hacia el auto, pero con todo el cuidado del mundo, como si estuviera andando sobre un maple de huevos. Hacía tiempo que yo viajaba en el asiento de atrás de ese 1500 casi sin hablarme con el hombre que manejaba, al que había amado con locura desde los dieciséis años hasta solo nueve meses antes. El auto arrancó y anduvo apenas unas cuadras hasta que yo sentí una contracción violenta. Me pareció que no iba a llegar a la maternidad así que lo dije en voz alta. El hombre que manejaba no contestó. Yo no sabía qué era mejor, si tocarme la panza en el descanso de esos empujones frenéticos o dejarla tranquila, a ver si Eva se dormía o se olvidaba de su empeño por querer salir. El auto seguía y yo sentía los bocinazos y las maniobras para avanzar como sea, pero la frecuencia de las contracciones era cada vez mayor, hasta un punto insoportable. Me senté en el asiento. Vi dos cosas que recuerdo hasta el día de hoy: la cara de pánico del padre de la criatura y, más allá de él y del cristal del auto, el Hospital Castex, que desde hacía unos años se llamaba Eva Perón. Sólo pude decir con toda mi fuerza:
—¡Pará acá!
Mi ex estacionó el auto en la entrada de emergencias y yo bajé como pude y esquivé a todos hasta llegar a la guardia. No recuerdo las palabras que dije, pero sí las caras de las empleadas con sus ojos abiertos indicándome dónde quedaba el ascensor hacia el quirófano, dónde el pasillo que me llevaría hacia la guardia obstétrica. Un hombre con el guardapolvo verde brillante de los enfermeros dijo que habíamos estacionado el auto en la entrada de las ambulancias y que sí o sí lo teníamos que mover. El padre de Eva apretó el botón y se fue; yo entré y subí sola. Bajé en un pasillo larguísimo. No podía más. Caminaba viendo una camilla que estaba justo a la mitad del pasillo y que empezaba a ver como una solución posible, pero al llegar hasta ahí seguí caminando. En el quirófano me encontré a una médica vestida como para la tapa de la Vogue. Me dijo que ya se tendría que haber ido pero que la profesional de la guardia siguiente no había llegado. Le expliqué mi situación. Me contestó que me revisaba y me trasladaban a mi maternidad en ambulancia. Se puso unos guantes de mala gana y, apenas tocarme:
—La cabeza del bebé está acá, no me manches.
Sin que la médica se hubiera puesto más que los guantes de látex, sin que la que estaba de guardia llegara a conocernos, sin ambulancias ni traslados, sin anestesias ni tactos, sin sacarme más que la bombacha que perdí y era la única que llevaba encima, Eva nació. Me acuerdo cómo la médica, también muy joven, la sostenía lejos de su cuerpo y de su ropa cara, como si fuera la primera vez en su vida que alzaba un bebé, y cómo la cargué yo, aprovechando su distancia para sacársela de las manos y besar como pude la sangre, los líquidos y las babas que traían a Eva desde esa otra existencia hasta llegar como un animal acuoso hasta mí.
No sé cuantos minutos tardaron en llegar dos enfermeras, ni siquiera escuché lo que dijeron al entrar. Yo solo pensaba en que no conocía a nadie en ese lugar y que no quería que se la llevaran. Pero me dijeron que tenían que hacerle unas pruebas y que a mí me faltaba expulsar la placenta. No había ningún margen en esa época para llegar a plantear que la dejaran conmigo, así que las enfermeras, esta vez de guardapolvo rosa, se la llevaron. Yo me quedé en el quirófano un buen rato más. Después, me transportaron en una silla de ruedas hacia la sala de maternidad. En el camino me crucé con el padre de Eva que me dio el bolsito con sus cosas y seguí empujada por el camillero hasta internaciones.
Todavía veo las fotos de hospitales del siglo XIX, con esos pabellones enormes y blancos y camas dispuestas en hileras de un lado y del otro y me hacen acordar a esa sala de internaciones del Hospital Eva Perón donde me bajé de la silla de ruedas y me recosté con cuidado porque sangraba las toneladas que sangra un cuerpo que acaba de alumbrar.
A Eva la trajeron un rato después, en una cunita de cristal trasparente y duro, lavada y vestida, para que le diera de mamar. Lo primero que hice fue olerla.
Las enfermeras y profesionales que rondaban por esa sala enorme me mimaban como nunca en mi vida, me traían muestras de pañales, de cremas, de colonias y folletos en donde se veía a madres cambiando a niños regordetes, de piel rosa y ojos enormes, mientras los maridos regresaban o se iban a trabajar. Pero yo sabía que al volver a casa iban a ser mis hijos, mis gatos y yo, como hasta el día de hoy.
Me encantaban todos los detalles de ellas hacia mí, pero empezaba a ver que no pasaba lo mismo con las otras chicas. La voz de la enfermera de turno se transformaba en algo seco, un golpe al oído de unos cuerpos dóciles que se dejaban maltratar en silencio, chicas de mi edad o incluso más jóvenes a las que las mismas enfermeras que eran todo amor conmigo trataban muy mal. Yo no entendía qué pasaba y esperaba que de un momento a otro les trajeran la cunita de cristal trasparente con ruedas abajo en la que ahora Eva dormía a mi lado. Ellas me miraban calladas desde el fondo de sus ojos negros. Con el paso de las horas y las palabras filosas supe que esas muchachas estaban ahí para terminar un aborto casero que se les había complicado. No había para ellas folletos, regalos ni felicitaciones. Nos mirábamos largo a los ojos. No bajábamos la mirada pero ninguna se animaba a hablar. En ese entonces no sabía qué se le podía decir a una muchacha que recién atravesaba un aborto, pero sabía que no las palabras crueles que todas escuchábamos ahí. También ellas habían tenido que poner el cuerpo en el quirófano, también les alcanzaban calmantes, pero todo era para ellas con desprecio y violencia. La mayoría se terminaba yendo antes de que le dieran el alta.
Al día siguiente las enfermeras insistían en que me bañara, pero el padre de Eva ya se había ido de la visita de una hora. Yo tenía la ropa manchada y realmente necesitaba ese baño.
—Yo te la miro —me dijo la chica de ojos negros que se recuperaba en la cama en diagonal a la mía. Le conocía la voz. La había escuchado conversar con la piba de enfrente la forma en que se lavaba un jean con jabón blanco y un cepillo y cómo se lo cuelga en la soga para que siempre parezca nuevo.
No sé qué sentimiento me dio, pero sí que no estaba segura. Pero ahora intervino la de enfrente.
—No te podés quedar así. Andá a bañarte.
Me repitieron y, no sé si por no poder contestar nada o por qué cosa, me fui.
Al volver de la ducha más rápida de toda mi vida me encontré con tres chicas sentadas en mi cama, los ojos negros como sus pelos largos, mirando hacia la cuna de Eva. Quería charlar algo con ellas además de agradecerles, pero de nuevo no me salía ni una palabra. Ni siquiera entre ellas conversaban de lo que habían tenido que atravesar. En esa época, del aborto no se hablaba más que para castigar a una muchacha y avergonzarla.
No sé sus nombres, no saben el mío, tampoco que Eva vive y quiere ser enfermera. A veces pienso en qué clase de enfermera será si termina esa carrera, tan extraña para nosotros, que eligió.
Me levanto y voy a la cocina a tratar de no pensar más. A mezclar en un bowl harina leudante, leche, azúcar y huevos para tener que elegir únicamente entre un relleno de dulce de leche o de chocolate. Pero igual recuerdo, pese a todo, cuando tuve que volver a ese hospital doce días después, con Eva transformada en una brasa que no bajaba de los 41,6 grados de fiebre y con menos de dos semanas de vida, rechazada por todos los servicios de guardia y pediatría conocidos:
—Tenés que llevarla a la neonatología del lugar en donde nació.
Ese día había venido mi ex a ver a sus hijos. Era tarde y dormían. Entró y los despertó igual. Algo que yo odiaba que hiciera, porque los despertaba, jugaba un rato y se iba y los pibes se me quedaban llorando a mí. También pasó a alzar a Eva de la cuna y, con cuidado, se la acomodó contra su cuerpo. Me miró y dijo está hirviendo. Yo estaba agotada de cuidar sola a cuatro niños pequeños toda la semana, pero igual extendí la mano hasta su cuerpo acurrucado para medir su calor. La toqué y salí corriendo al baño. En menos de un minuto volví con el termómetro y le tomé la fiebre: 41 y medio.
Otra vez el VW 1500 a toda velocidad, de guardia en guardia, para terminar otra vez, solas, en el Hospital Eva Perón. Las enfermeras que la recibieron en la terapia intensiva eran distintas. Mujeres rápidas en pelearle a la muerte cuerpo a cuerpo. Me la arrebataron pero esta vez me hicieron pasar, desvestirla, sostenerla mientras le clavaban la aguja enorme de la punción lumbar sin anestesia, alzarla para meterla en un recipiente al que le echaban agua cada vez más fría porque había que bajarle los 42 grados de ahora como sea. Yo le veía la cara a Eva transformada de llanto y de dolor y pensaba que nunca iba a ser la misma. Pero si miraba para otro lado veía bebés de días, entubados, bebés prematuros cuyos cuerpos no eran ni la mitad del de Eva, enchufados a aparatos enormes. Oxígeno y agujas. Cuando la sacaron del agua le pusieron otra aguja en la mano; antibióticos, fue lo único que me dijeron para explicar esa aguja que iba a tener la semana entera que duró la internación en terapia y que le generó un hematoma violeta que le duraría hasta varios meses después.
Oxígeno, agujas, gasas, el olor de la tintura de iodo y esperar.
Andate a tu casa, me decían las enfermeras que a la noche me veían sentada en un banco duro con un puñado de otras mujeres enfrente de la puerta de terapia.
Andate a tu casa a descansar que acá a la noche no pasa nada.
Ninguna de nosotras contestaba. Todas sabíamos que a la noche siempre se moría algún bebé.
Después de una semana, la fiebre que nadie supo cómo le había llegado también se le fue sin explicaciones. O con esa única, que todas las mujeres con hijos hemos escuchado tantas veces de nuestros pediatras: fue solo un virus.
Mientras saco la torta del horno y la apoyo para que se enfríe, escucho a Eva despierta con sus hermanas. Los gritos, las risas, las voces.
Acomodo en la mesa del living chocolates, la torta y algunas otras golosinas. Me atormenta pensar en las amigas que no van a estar, los familiares que faltan, su novio, los regalos. La tristeza me vuelve a opacar un poco, hasta que un rato después mis hijas bajan de sus cuartos y el tornado de voces y movimiento arrasa con todo. Prenden la playstation para poner música. La alegría les sale del cuerpo y es de todos colores, tan potente que me contagia. Es la música que hacen todos juntos lo que invade el living de nuestra casa para que nos podamos reír y bailar horas. Celebrarnos. Incluso algunos de sus hermanos que no quieren bailar se ríen al costado de la mesa de cumpleaños y cantan las canciones zarpadas de reggaetón, cumbia o Pablo Vittar, que son un huracán de erotismo y fiesta. A veces para estar bien nos alcanza con estar juntos y a salvo.
Hace unos días nos llegó la noticia de que se van a movilizar los estudiantes de la carrera de Enfermería de la UNTREF al nuevo hospital improvisado para enfrentar la pandemia, un gimnasio lleno de camas para los enfermos de poca gravedad que necesiten aislamiento. Unos días después, leí que ya son al menos siete los contagiados en el Hospital Eva Perón, todos médicos y enfermeras. Miro a Eva, pienso que pueden llamarla en cualquier momento y siento el pánico de entregar de nuevo ese cuerpo pequeño a los brazos del cuerpo colectivo de enfermeras para que se la lleven una vez más. La veo bailar y reírse. Hoy la vida gana, aunque sé que, si la convocatoria llegase mañana, ella se va a poner el ambo que todavía no estrenó sin pensarlo dos veces, para ir a llevar atención y sosiego al corazón de los contagiados.
La risa de Eva es el único ansiolítico que consumo desde hace diecinueve años. Es llegar a ese lugar en el que sabemos que todo va a estar bien.
Dolores Reyes nació en 1978 en el oeste de la provincia de Buenos Aires. Vive y escribe en Caseros, partido de Tres de Febrero. Estudió Profesorado de Enseñanza Primaria en el Colegio Normal 10 y Griego y Culturas Clásicas con Victoria Juliá y Leandro Pinkler en la Universidad de Buenos Aires. Con Selva Almada y Julián López trabajó su primera novela, Cometierra, publicada en 2019 en Argentina y España por Editorial Sigilo, traducida a doce idiomas y finalista de Premio de Novela Fundación Medifé-Filba, Premio Memorial Silverio Cañada, Premio Mario Vargas Llosa y Premio Nacional de novela Sara Gallardo. Trabajó en el proyecto Untold Microcosms, para el British Museum de Londres y el Hay Festival, con su texto “El nombre de los árboles”. En 2023 se publicó su segunda novela, Miseria. En la actualidad está trabajando en un libro de cuentos.
Conseguí tu entrada