Episodio 1: “Cómo construir un rancho en cuarentena”, por Elsie Vivanco
Diarios - Julio/Agosto 2020 - Paso a paso
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Con la colaboración de una sonata de Rostropovich y antes de salir a cumplir con los aplausos de rigor de las 21, Elsie Vivanco llega hasta Cruz del Eje, donde la esperan una monja y dos hombres del Plan Trabajar. Lo inútil la espera. Nadie cumplirá sus órdenes.
Durante la cuarentena estoy escribiendo un libro de fracasos, las cosas que me enseñaron y no aprendí, cómo me enseñaron a pescar y no aprendí, y ahora escribo cómo no me enseñaron a construir y construí, o traté, o me salió mal.
La muerte es hereditaria. Hay que aprender a decir esas cosas, las dice Herzog en su Diario. Loado sea su Conquista de lo Inútil en estos días aciagos.
Interludio
Sonata para piano y cello.
Él viene de abajo, del profundo genital y se estropea andando en el andante y el piano, lo acaricia y Él, suena, más. Necesito componer para quienes podrían interpretarme en el instrumento, la escritura.
Dentro de una hora deberé salir al balcón a aplaudir a los profesionales de la salud, a las mucamas, enfermeros, médicos, laboratorios, psicólogos, transportistas, ayer no lo hice porque hacía frío. Pero hoy, la Sonata para cello y piano de Rostropovich y Richter ¡se ha metido en el alma! La 4ta sonata se disparó igual a un insecto que larga su lengua pegajosa y te atrapa y así quedamos enredados en los armonios y dale que nos degluten.
Me puse una bijou de la cruz de Calatrava, la cruz de Eritrea, las manos de Fátima, los pies de Buda, los ámbares del Tibet, los ámbares de Yucatán y alguna otra joya talismática para repeler los bichitos internos. En esta 5ta sonata veremos cómo se resuelve.
Monja Negra
Quise hacerle un rancho de adobe pero no anduvo la cosa.
Empezó así: Cruz del Eje, ciudad caliente y agostada si la hubo, no sé ahora, 50 grados a la sombra y como dicen ellos, suerte que no hace fresco.
La monja negra trabajaba allí y en San Marcos Sierra haciendo las famosas tareas cristianas de Bien, sobre todo en los suburbios descalificados de ciudad con comedores para niños. Esta situación surgió al desaparecer el campesinado por el crecimiento de las grandes empresas tóxicas agrícola-ganaderas que expulsaron a sus gentes como pordioseros al borde de la ciudad. La monja había nacido en las Islas de Cabo Verde y tenía una sonrisa que no sólo la iluminaba a ella sino también a quien la miraba. Era su encanto, porque hablar mucho no hacía, sólo quería trabajadores y plata para su emprendimiento.
Fui presentada por una amiga que ya le había dado una mano y varios pesos. Yo sólo quería hacer un rancho de adobe como prototipo en el lugar exacto para ello, porque habían construido así durante siglos las casas del pueblo en vez de las casas de material que les hacía el gobierno y ella misma, para sus comedores. Y un día me llevó a conocerlos: fuimos en su viejo Land Rover hacia el norte, en pleno campo de chacras y descampados, a Cimbolar, donde había una enramada con horcones y techo de barro y un enorme algarrobo debajo del cual se extendía una mesa de caballetes y bancos largos, donde se apiñaban los chicos y mujeres que les servían. Los niños comían su potaje de fideos salteados con verduras y algo de carne, hueso y nervio. Masacote de alimento con mucha gaseosa caliente y pan. A la par, una edificación nueva y absurda para el clima, de piso de cemento, techo de chapas y ventanas con vidrios, que sólo era usada para guardar vajillas y cacerolas y los alimentos y todos los cachivaches cuando terminaban. También tenía un cuarto donde se supone debía dormir una especie de secretaria, ecónoma y cuidadora, quien me confesó que ninguna noche podía quedarse dentro por el calor, que no podía más, etc. Sigamos con la monja. Quería convencerla de que la casa de adobe es fresca y cobija, no el cemento, el vidrio y el zinc pero para el general de la gente, en esos días, el adobe iba asociado al rancho y justo había empezado la desranchización a causa del Mal de Chagas que asociaban a estos, a la suciedad y la pobreza como si fueran una sola cosa.
La llevé a ver un ranchito recién hecho de una sola pieza, todos los materiales del monte, palos, tierra, techo también de barro y paja. Una mujer nos recibió en la puerta que no tenía y, levantando el trapo de la entrada nos dijo, adelante y disculpen la pobreza.
Lo que abunda es la falta. Eso lo dijo otra persona. Ella entró como una reina al cuarto de la sirvienta y miró con desprecio a la pobreza, ella odiaba la pobreza de donde había venido.
La convencí o creí hacerlo pero nada, me advirtió, no voy a poner ni un peso. Los materiales los tenía que conseguir en base a donaciones, la construcción, veríamos. Y salíamos en su jeep por los caminos de tierra y guadales, íbamos siempre hacia el norte,
Ella, extraña al volante, no digo adormilada pero sí sonámbula, soñando con su tierra de arenas calientes y de golpe, despacito, nos incrustábamos contra el terraplén que corría a los costados del camino, ¡bum! sonaba la trompa contra la tierra blanda y ella, despierta, con su sonrisa blanca radiante seguía rumbo a lugares como Media Naranja, Guanaco Muerto, y más allá aún, cerca del límite, de lo extremo, del calor, de lo lejos, de lo que habitualmente somos. Y llegábamos.
Esta vez era el campo de un conocido que ya estaba avisado de nuestra llegada y nos esperaba en la galería para presentarse, chicos, mujeres, el patrón, cabritos y gallinas. Casa grande y ruinosa, pelada, con galería de columnas construidas, todo color del olvido. Una hermana que parecía tonta o se hacía y la otra callada y a la sombra. El patrón austero y dedicado a la monja que se mostraba interesada en los emprendimientos del campo, las cabras grandotas de Abisinia, encerradas en un corral de palo a pique, la tenían entusiasmada y quería saber cuánto producían, carne, leche, cueros, cuernos, ya quería un casal para criar en San Marcos. Después hube de hacer el pedido de horcones y vigas de quebracho y el hombre dijo que le enviara el camión y en un mes lo tenía en Cruz del Eje. Acopié piedras de mármol azul para los cimientos y caña para los zarzos. Faltaban los adobes y quién los hiciera y luego, quién guíe la construcción. Ya había fabricado dos moldes de madera para armar los adobes y los llevé a San Marcos donde la monja tenía su jefatura en pleno pueblo, todo bien edificado y prolijo gracias a sus sponsors de Buenos Aires, gente del football y la política. Le pedí dos obreros del Plan Trabajar que en ese entonces pagaba el gobierno y ella hacía uso de ellos, los pedí para hacer los adobes y accedió. Yo, más contenta que perro con dos colas me junté con los hombres en un determinado sitio de Cruz del Eje, como un playón con tierra y agua y empecé mi tarea de enseñar, santo dios, qué trabajo, a cada cosa ellos me contestaban que no, mejor otra, así, si les decía vamos hacer ladrillos de barro me replicaban y para qué, si la monja puede comprar ladrillos en el corralón, si les decía, hay que mezclar el barro con paja, no es tiempo de pajas, estamos en el verano...el asunto es que les pude encargar hicieran unos cuantos y en dos días volvería y veíamos. Yo vivía a unos 70 km de Cruz del Eje y tenía que andar esos caminos de fuego y monte, tan bonitos con sus algarrobos conservados en las grandes banquinas, sus quebrachales, no vírgenes pero de segunda, sus pueblos escondidos de la ruta, Charbonnier, Escobas, Copacabana, al Valle de Luna y Ongamira, a Ischilín, a la Sierra del Pajarillo.
Llegaba, estaba el calor, gotear por la cara, el cuello, las remeras oscuras y sucias, los dos hombres del Plan Trabajar transpiraban tranquilos y no creían para nada en lo que hacían, les habían enseñado que los ranchos de adobe son ranchos de mierda, y ahí estaban, sobrándome con su sabiduría pero más, por ser varones. La pura estulticia. Nada, les decía, a cavar el pozo que aquí hay buena arcilla y arena y a traer agua...y bosta de caballo y pastos secos. Ah no, replicaban, acá no hay bosta de caballo ni pastos secos, hablaban sudando, siempre tranquilos. El asunto es que el día que llegué pensando que habían hecho por fin unos adobes, los encontré sudando sentados contra un tala, meta pitar unos canutos. Delante había una fila de ladrillos, no más de 8. Siguieron fumando tranquilos mientras yo exclamaba, qué bueno, y levantaba uno, casi seco, con las dos manos, 2 0x 10 x 11 cm, pesado, lo sostuve y le di una sacudida de arriba abajo: se partió en dos. Hice lo mismo con otro y pasó lo mismo, un tercero. ¿Qué le agregaron al barro? Bosta de vaca. Pero yo dije de caballo, la de vaca no sirve, dije casi queriendo gritar. Nada, fin de ese fracaso.
Fui a San Marcos a hablar con la monja, le expliqué mi inoperancia en parte, solamente en parte, debida al no poder estar encima de los obreros todo el tiempo y para ello necesitábamos, en plural, si, un capataz que con o sin látigo los hiciera trabajar.
Me sonrió lumínica, ella no transpiraba, y dijo no.
Esto de los ranchos continuará.
Elsie Vivanco nació en Buenos Aires en junio de 1936. Vivió hasta los 11 años en las inmediaciones de la ciudad de Córdoba, en el campo, luego en Capital Federal y dos veces más en las Sierras de Córdoba. Tuvo oficios y trabajos como psicóloga, psicoanalista, ama de casa, madre de dos niños, artesanías, hizo géneros estampados con sellos de India, arregló ranchos en la Sierra y casas en Buenos Aires que iba comprando y vendiendo. Crió caballos y en el entretiempo de todo ello escribía. Ha publicado Baile. Muelle. Barco. Iglesia. Calle. Manana. Mar. Bosque. Casa. Muerte. Orden. Antemuerte (Ediciones Último Reino, 1988), Otro Animal (Ediciones Último Reino, 1991, Tercer Premio Municipal de Narrativa Ricardo Rojas, 1992-1993), Cuentos de Provincia (Bajo La Luna Nueva, 1997, Segundo Premio Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial 1996), S/T (Alción Editora, 2005), Cuaderno de notas (Alción Editora, 2009), Dos Libros (Editorial Mansalva, 2016) y Glaucoma (Edición particular, 2020).
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