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“El trabajo virtual”, por Lola Arias

Fotografía: Ana Viotti
Artes Performáticas, El trabajo del artista

Como parte de la propuesta El trabajo del artista del Centro Cultural Kirchner, la escritora y directora de cine y teatro Lola Arias reflexiona sobre el presente de los artistas de la escena en tiempos de confinamiento.

Después de siete horas de reuniones de trabajo por zoom interrumpidas solo para comer o ir al baño, me acuesto en la cama, abro un libro y me sorprende no tener frente a mí un objeto con cámara. Miro la parte superior del libro buscando ver la lucecita verde y el orificio del lente de la cámara en la página del libro. Ya no sé cómo era leer. Trato de concentrarme y me voy quedando dormida mientras viajan en mi mente las caras de todas las personas que vi durante el día frente a sus computadoras. Y por último veo mi propia cara, mirándome del otro lado de la pantalla, como un fantasma.

La primera sensación que tuve al comienzo de la pandemia fue: ya no tengo trabajo. Es raro que antes que miedo de morir haya tenido miedo de no trabajar más. Quizás porque para mí el trabajo y la vida se han vuelto terrenos resbaladizos, difíciles de distinguir uno del otro. Quizás porque mi trabajo es una forma de infiltrarme en la vida de lxs otrxs, de inventar vínculos, de viajar en el tiempo. Dejar de trabajar significaba dejar de existir.

En lo concreto, tenía que empezar a ensayar una obra en marzo en el norte de Italia. A fin de febrero viajé a Bologna para empezar a ensayar y al día siguiente de mi llegada, salió un comunicado diciendo que el virus había llegado al país y que los teatros, las escuelas, las universidades, etc. cerraban sus puertas. Cuando volví a Berlín todo empezó a desmoronarse. Primero fue la postergación del proyecto de Italia, y luego se cancelaron las funciones y giras de Futureland, las giras de Campo Minado, los workshops y todo lo que tenía planeado por lo menos por los próximos seis meses. De repente todo mi trabajo se iba borrando del calendario dejando los días vacíos mientras llegaban las noticias de que cerraban las fronteras, los jardines de infantes, todo. Y yo estaba confinada a mi casa y al mar de noticias de muerte que leía como una adicta apenas abría los ojos por la mañana.

De un día para el otro, mi trabajo era cuidar a mi hijo las veinticuatro horas, cocinar, limpiar y cuando quedaba un resto de energía, contestar emails sobre proyectos cancelados o firmar cartas pidiendo apoyo para lxs que nos habíamos quedado sin trabajo.

En Alemania se hablaba de que aquellxs que ejercieran systemrelevante Berufe (trabajos relevantes para el sistema) seguirían trabajando –médicos, policías, repositores de supermercado, etc.– y serían apoyados pero nada se decía de todos los demás trabajos que súbitamente se habían vuelto irrelevantes. Los teatros y los museos por su parte no se responsabilizaban de los contratos firmados ni de los compromisos asumidos. Nadie en el mundo del arte sabía cómo iba a pagar las cuentas a fin de mes.

Los medios comentaban las ventajas del home office, diciendo que para muchxs era una ventaja no tener que ir a trabajar y poder hacerlo desde casa. Algunxs artistas hablaban de la ventaja de parar de producir y tener tiempo para pensar, investigar, leer, escribir. Pero pocxs hablaban del infierno de querer escribir cuando tu hijo te pregunta cada cinco minutos en español y en alemán: ¿Qué hago, mamá? Was kann ich machen? Me aburro.

Ante la falta de oferta cultural, los teatros reaccionaban rápidamente proponiendo streamings de obras de teatro en video. Ya es un lugar común que a nadie en el mundo le interesa ver teatro en video, ni a lxs mismxs artistas. Pero además las condiciones que proponían eran deplorables para lxs espectadorxs –videos de mala calidad, en general una cámara fija puesta por un técnico dormido al borde del escenario– y para lxs artistas, porque pretendían no pagarnos nada con la excusa de que sería gratis para la audiencia. Entonces empecé a preguntarme cómo iba a pagar las cuentas y encontrar una forma de trabajar a distancia cuando el teatro es el arte de la presencia.

¿Cómo hacer una obra de teatro sin teatros?  ¿Cómo ensayar sin estar con otrxs en un mismo espacio? ¿Quién podría a asistir a una obra sin salir de su casa? El teatro tenía que devenir otra cosa. ¿Pero qué? ¿Es posible hacer un teatro virtual?

Desde 2012, yo venía presentando un ciclo de conferencias llamado Mis documentos en el que artistas de diferentes disciplinas presentan su archivo personal: una investigación secreta, una historia que los obsesiona. El ciclo tiene un formato mínimo: el artista y su archivo, que generalmente está en su propia computadora. Las presentaciones tenían lugar en un teatro con apenas unos pocos elementos: una mesa, una silla, la computadora, una pantalla para que lxs espectadorxs pudieran ver los archivos y a veces algunos objetos particulares. Era un formato perfecto para adaptarlo al mundo virtual. Así que pensé en hacer una versión del ciclo por zoom como una manera de seguir trabajando con otrxs artistas y así apoyarnos mutuamente en este tiempo de incertidumbre. Luego de varios intentos frustrados, logré conseguir un teatro que lo produjera y pagara a lxs artistas y un equipo reducido para llevar a cabo la hazaña.

Mientras inventaba un proyecto para sobrevivir al virus, temía que Lengua Madre, el proyecto italiano, quedara sepultado en una pausa interminable. Durante meses habíamos estado entrevistando personas sobre maternidad, deseo, tratamientos in vitro, derechos reproductivos. Cada unx de ellxs había compartido su tiempo y sus historias y ahora que el virus lxs atacaba con una fuerza inesperada, nosotrxs también lxs estábamos abandonando.  Así que le propuse al teatro hacer una serie de workshops virtuales para empezar a probar ideas con lxs performers.

Los preparativos y funciones de Mis documentos y los workshops de Lengua Madre hicieron que mi vida virtual se multiplicara exponencialmente. De hacer un par de reuniones por zoom en la semana, pasé a tener entre 7 y 9 horas diarias de trabajo virtual. Mis ojos se pusieron rojos, mi trasero achatado, mi hijo empezó a pasar más tiempo solo en su cuarto y yo empecé a pasar más tiempo con personas conocidas y desconocidas que estaban en otro lugar del mundo pero en la misma situación que yo.  Esa posibilidad de escuchar y trabajar con otrxs sobre materiales personales -la lucha para poder ser madre de una mujer lesbiana en Italia o la obsesión por las islas de un artista portugués-  fue un salvoconducto para salir de la angustia por la falta de trabajo y el miedo a la muerte. Estaba encontrando una manera de hacer algo con otrxs. Estaba saliendo de la cárcel de la vida doméstica, había en el aire una sensación nueva. Nos estábamos ayudando a no enfermarnos de ansiedad, de soledad, de aburrimiento. Estábamos pensando juntxs y haciendo cosas juntxs aunque estuviéramos cada unx dentro de su casa.

Evidentemente, estos experimentos artísticos son un privilegio de lxs que tenemos casa, tiempo, comida, internet, y no estamos en peligro de muerte. Pero así como a mi alrededor iban surgiendo nuevas formas de hacer arte, también en la virtualidad se iban organizando estrategias de lucha: manifestaciones por youtube, acciones en ventanas y balcones que se colgaban en las redes, escraches virtuales, peticiones online, organizaciones en red para confeccionar máscaras o llevar artículos de primera necesidad para personas en situación de cárcel, en la calle, en los campos de refugiados, etc. El trabajo artístico y la militancia seguían su curso por otros medios.

Pero la vida virtual no es la vida que todxs soñamos. De un día para otro, ya no hay más distancia entre la casa y el trabajo. Las discusiones con otrxs artistas sobre las conferencias son interrumpidas por gritos de mi hijo desde el baño diciendo que terminó de hacer caca. La performance queda congelada por un problema de conexión. Una persona del workshop llora en otro lugar del mundo y no la puedo abrazar. Y mi pareja empieza a quejarse de que hablo a los gritos por zoom moviéndome por la casa buscando la mejor conexión a internet, o de mi cara de ausente en el desayuno cuando estoy calculando la diferencia horaria para mi próximo zoom y mi hijo me hace muecas porque estoy mirando el telefonito mientras me pide que le googlee monstruos de lava para imprimir y colorear.

Leo un artículo de Naomi Klein que advierte de los peligros del no-touch-future. Un futuro en el que la educación, el trabajo, la atención médica, las compras y el sexo mismo se hayan vuelto virtuales. Un futuro donde todo está controlado por aplicaciones que conocen todos nuestros movimientos, nuestros síntomas y la marca de nuestra ropa interior. Un futuro que se parece mucho al presente pero sin concesiones. Me pregunto si yo misma estoy haciendo un uso diferente de la tecnología para prácticas artísticas o si estoy contribuyendo a ese mundo sin contacto.

No creo que la solución para todo sea devenir virtual. Pero creo que hay un enorme potencial en seguir haciendo arte vivo en formatos que se adapten a las regulaciones que nos protegen: performances desde el balcón, audio walks a un metro cincuenta de distancia, radio-teatro, obras por teléfonos, lecture-performances por zoom... Reinventar el arte vivo es una forma de no dormirnos viendo streamings melancólicos de una experiencia que ya no está. Y de seguir pensando cómo se resiste haciendo arte; sin esperar volver a la normalidad sino más bien inventando un horizonte que se parezca más al mundo en el que queremos vivir de ahora en más.

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