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Belgrano, construcción de un heroísmo

Imagen: Lucas Di Pasquale
Debates

Por Javier Trímboli

Manuel Belgrano se ha ganado la chance de perdurar, de sostenerse a pesar de la fragilidad que nos constituye, a nosotros y a él. Se repite que es mucho lo que ha cambiado, en el mundo y en la Argentina, desde las primeras décadas del siglo XIX a este presente, incluso cuando ese año en particular –nos referimos a 1820–, tratado durante un largo tiempo en las escuelas como el de la “anarquía del año XX”, fue también de punzante complejidad, arduo para la vida en común que apenas se esbozaba desprolija y en tensión. Rozaríamos alguna forma de la locura si nos obstináramos en negar esas transformaciones, pero al mismo tiempo sospechamos que solo se es verdaderamente contemporáneo si se acepta un grado de anacronismo, si nos atrevemos a ensuciar la textura supuestamente homogénea del presente con fragmentos del pasado. O, mejor, si descubrimos que algunos granos del pasado siguen latentes en este instante que hoy nos reúne.

Casi imposible no saber quién fue Manuel Belgrano, casi imposible desconocer las líneas principales de su existencia pública. Pero si la fuerza del olvido nos jugó una mala pasada, bastaría recurrir a un simple ayudamemoria o a un machete que jalone la creación de la bandera con el éxodo jujeño, los triunfos decisivos en las batallas de Tucumán y Salta con su participación crucial en el Congreso de Tucumán de 1816. Es el viejo olvido el que daña, pero también la asfixia que produce la proliferación cotidiana de “mercancía imaginaria”. Tenía conciencia Belgrano de que su vida estaba bien preparada, destinada podríamos incluso decir, para desenvolverse por andariveles seguros, los propios de un hijo de una de las familias más acomodadas de Buenos Aires. Por tal motivo viajó a España a estudiar la “carrera de las leyes” en Salamanca y poco después obtuvo por el favor de Carlos IV –como él mismo lo dejó escrito en sus papeles autobiográficos–, uno de los puestos más relevantes a los que podía aspirar un criollo, el de secretario del Consulado. Origen y estudios que, desde la abogacía, lo van inclinando hacia la economía, lo apuntalan. Supo también, en contraste, que todo eso que lo implicó a partir de mayo de 1810 –o desde junio de 1806 cuando se producen las primeras invasiones inglesas y se lamenta por ignorar “hasta los rudimentos de la milicia”– lo sorprendía desacomodado.

A la hora de dar ese paso que sería definitivo, es decir, de incorporarse en primera línea a las tareas de la revolución estallada el 25 de mayo, estaba al tanto de que dejaría de lado una vida de brillos, de holganzas y comodidades, para zambullirse o dejarse arrasar por un devenir que no solo era imprevisible, sino que era contrario a su formación, la raspaba. Pero se entrega, allí se lanza. De los libros, las leyes y los protocolos a ser el general improvisado “al mando de lo que se llamaba ejército”. Si se nos pregunta cuál es la especificidad de este prócer, respondemos que por este rasgo empieza a definirse: Belgrano fue aquel que aceptó un llamado más allá de reconocerse frágil para asumirlo. ¿Qué llamado? El del interés público, el de la revolución y la Patria, el de la Independencia. Geniales y devoradoras palabras que, urgidas de hombres y mujeres que estuvieran a la altura de una hora tan promisoria como incierta, lo encuentran también a él, precisamente a él, fantásticamente dispuesto a pesar de todo.

“Héroe tullido” lo llama Bartolomé Mitre a San Martín, que desde que fue poco más que un niño vivió en cuarteles, a quien se preparó con constancia para la guerra, que la hizo en el norte de África, en España y en América, como simple soldado, como capitán, teniente coronel y general; que se mantuvo en pie hasta bien entrada la vejez. Ese adjetivo, tullido –lastimado, herido–, mucho más le corresponde a Belgrano. Quien nos cuente su historia como la de un prócer que siempre estuvo erguido, que no falló, que desconoció los más crueles abatimientos, estaría salteándose demasiado o sencillamente hablando de otro. Belgrano es héroe porque, conociendo derrotas como las que conoció, sufriendo humillaciones, incluso equivocándose, se sobrepone. Un ciudadano que asume compromisos extremos que lo ponen en riesgo, riesgo con el que lucha cuerpo a cuerpo. Por una vez la memoria pública es piadosa y lo ayuda a levantarse. En Belgrano nos miramos a nosotros mismos y nos reconocemos temblorosos. Si nos atrevimos a abrir la puerta a un abordaje de su figura que no escamotea lo irreverente es porque estamos convencidos de que lo impoluto, lo puramente sublime, conspira contra el héroe que precisamos.

Bertolt Brecht le hizo decir a uno de sus más célebres personajes, nada más y nada menos que a Galileo Galilei, que “desdichado es el país que precisa héroes”. Este dramaturgo revolucionario imaginaba que los sujetos colectivos eran suficientes para alcanzar un mundo de igualdad y justicia, que pudiera al fin descansar de las tantas luchas. Cuando ese horizonte quedó más lejos que nunca, en los tiempos llamados posmodernos, se extendió y volvió fácil la risa que se burlaba de quienes hasta anteayer habían sido llamados héroes. Escribe el mexicano Carlos Monsiváis que el “postheroísmo” fue “la negación absoluta de la generosidad comunitaria”. La compañía de hombres como Belgrano nos dispone de mejor forma para dar vuelta a esa página y avanzar hacia un futuro una vez más incierto. Para que sea más justo.

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