Episodio 3: “Miedo a perder la cabeza”, por Mariana Enriquez
Diarios - Marzo/Abril 2020 - El miedo en todas partes
Diarios - Marzo/Abril 2020 - El miedo en todas partes
En su tercera entrega, Mariana Enriquez hace equilibrio sobre la línea delgada de la locura. La pandemia, el aislamiento y la incertidumbre impulsan a buscar señales de alerta o de paz. ¿Quién puede darlas? Lo mismo que viajar en avión para quien tiene miedo de viajar en avión, esas señales quedan en manos de expertos, de extraños y de fármacos difíciles de conseguir.
Anne Sexton tiene, en fotos, esa belleza de las divas de los años cincuenta, el pelo oscuro, la palidez, el cigarrillo, el lunar, los ojos de gata, Elizabeth Taylor poeta. Una mujer de la costa este de los Estados Unidos, fantástica, con sus camisas blancas y elegantes vestidos de tela estampada, sentada en jardines de Boston. En las fotos no se ve su depresión posparto, sus intentos de suicidio, su intoxicación final y voluntaria por monóxido de carbono dentro de su propio auto.
Estos días me rondan los versos de Sexton de uno de sus poemas más citados, “For the year of the insane”, que traduzco chapuceramente como “Para el año del insano” (o “del loco”, porque de eso habla, de estar loca). Dice: “Mi cuerpo es inútil. / Yace, acurrucado como un perro, sobre la alfombra. / Se ha rendido. / (…) / Estoy en mi propia mente. / Estoy encerrada en la casa equivocada”.
La depresión y su amiga íntima, la ansiedad, son los carceleros de esta casa equivocada. En la depresión el encierro es constante. La vida de los demás ocurre y el depresivo la observa detrás de las rejas de su parálisis, hundido en la cama, en el sillón, en la ropa que no se cambia, desde los mismos ojos que arden siempre. La depresión se parece un poco a este confinamiento, solo que, por lo general, el mundo no se derrumba de verdad al mismo tiempo. La diferencia es que, en general, el derrumbe personal no está acompañado por el colapso del mundo entero.
No quiero confesar de más. Estoy harta de los diarios de cuarentena. Solo quiero decir que, cuando escucho “el confinamiento produce ansiedad, depresión, angustia, eventualmente estrés postraumático”, nada me suena novedoso.
Una vez me dijeron que en los aviones hay que estar siempre tranquilo, porque los accidentes son muy raros, muchísimo más excepcionales que los accidentes viales o incluso que los caseros. Solo hay que preocuparse, me explicaron, si el personal de a bordo se asusta. Chequeo a psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas que conozco en redes sociales. Hay una, española, que parece de lo más equilibrada. Da pequeñas charlas-consejos, siempre desde un ambiente distinto de su casa, en vivos de IG. ¿Vive en un castillo? ¿En una mansión de Cadaqués? ¿Rompe la cuarentena? La vi de espaldas a un ventanal fabuloso desde donde el atardecer creaba un cielo azul Klein cortado de ramas de árboles; ella decía que ver la caída del sol le daba esperanza o gratitud o algo por el estilo. Joder: pues a mí también me lo daría, tía, poder tener esos pisos de madera eslovena, esa gracia para estar con el pelo bárbaro, ni muy despeinado ni demasiado producido, una perfecta cola de caballo de quedarse en casa. Yo me estoy quedando pelada, el estrés me hace perder el pelo. Bueno: si muero a quién le importa, si sobrevivo me raparé como Sinéad y además no entiendo a ninguna de las personas preocupadas por el pelo. El pelo y el pan, el pelo y el pan.
Soñar con la caída del pelo, dicen, es un sueño de muerte.
La española me pareció poco seria.
Busqué a otros que conozco. Los leo muy angustiados. Algunos cuentan que lloran. Pienso en las azafatas: si los profesionales de la salud mental están así, se aproxima el desastre. No hablo de la pandemia, no soy epidemióloga ni puedo adivinar el futuro y además ese desastre ya pasa. Hablo de salud mental. Si ellos pierden la cabeza, yo voy a perderla sin duda. Recuerdo mis primeros viajes en avión, cuando las turbulencias me hacían llorar y, si el pasajero de al lado me decía “quedate tranquila” y esbozaba una explicación técnica, yo le gritaba “qué dice, todos moriremos”.
Después se me fue el miedo al avión e incluso pasé sin pánicos algunos problemas técnicos más o menos serios en varios vuelos.
Ahora mi mente grita todos moriremos.
Ahora estoy segura de que jamás volveré a viajar en avión.
***
Mis primeros años pasaron al lado de mi abuela. Ella no salía de su casa. Ahora llamaríamos a su trastorno agorafobia, pero hace cuarenta años era solamente una excéntrica. Aducía razones para no salir que no vienen al caso, algunas atendibles. Tenía una palidez impresionante y siempre estaba sentada en un sillón al lado de un teléfono negro. Tenía un jardín hermoso, con plantas y duraznero y limonero, pero no la recuerdo afuera. Salía, estoy segura, porque cuidaba a sus canarios, pero yo no conservo esa imagen. Sí la recuerdo en un galpón donde guardaba revistas sobre la realeza europea: estaba enamorada del Príncipe de Mónaco y en consecuencia odiaba a Grace Kelly. Era bonita y lo ponía en práctica una vez por mes cuando iba a cobrar la jubilación: anteojos como de estrella de cine en el sur de Francia, los anillos, el perfume importado que guardaba en el cajón, la tintura recién hecha, la melenita le brillaba bajo el sol suburbano. Iba y venía caminando. Nunca tenía un ataque de pánico en ese tránsito, era su “permitido”.
Crecer con ella fue muy divertido, porque tenía una imaginación alocada, y también muy triste, porque estaba deprimida y su fobia no diagnosticada la confundía y nos confundía. Su hermana, contaba, se había suicidado en el campo. Decía que por un marido violento, pero lo dudo. Las versiones hablan de que se colgó de un árbol y de que usó veneno de ratas al mismo tiempo, para que nada pudiera fallar. Como Kurt Cobain, que se pegó un tiro y alcanzó, antes, a administrarse una sobredosis de heroína. El hermano de mi abuela murió borracho en un zanjón.
El encierro y la depresión están en mi familia y ahora se refuerzan a escala global. Qué puede salir mal.
***
Vamos a salir todos locos, me dice una amiga. Ella acaba de pasarle lavandina a todas las verduras y ahora tiene miedo de haberlo hecho en exceso; teme que comer esas verduras, para ella y su familia, termine en intoxicación. Arruinó la compra y también su salida semanal, que le da terror. Tengo miedo de perder la cabeza, insiste. Ni bien termine esto empiezo terapia. Después llora porque no se imagina cuándo puede “terminar esto”. Otra me dice que fantasea con no salir nunca. Por supuesto tiene terraza y caserón, reconoce su fortuna, pero no se refiere a eso sino al refugio de la posición fetal, a cierta comodidad mental del encierro y de poner un portón entre ella y el vivir afuera. Con otras hablamos de sueños. Todos son pesadillas. Yo siempre tengo pesadillas así que eso no me preocupa: mucho más me preocupa la cuestión de las recetas de ansiolíticos, que cuando escribo esto aún no se aceptan en las farmacias con una foto, como todo el resto de los medicamentos. ¿Cuánta gente hay sin su medicación? ¿Por qué no se habla de esto? ¿Qué pasaría si se suspendieran los remedios para otras enfermedades? ¿Por qué no se puede pensar en la depresión como una enfermedad mortal que muchas veces termina con la muerte? En esta excepción pandémica, pienso, la muerte importa tanto que al mismo tiempo deja de importar.
En los sueños compartidos en redes aparecen muchos muertos, abuelos, padres, hermanos, amigos, exnovios.
Leo a alguien que cuenta: en su vida normal (ese “antes” que todos nombramos de diferentes maneras) llegó a lavarse las manos hasta hacerlas sangrar. No lo dice, pero tiene un trastorno obsesivo compulsivo. No volví a leerla ni recuerdo su nombre, está perdida entre las personas con problemas de salud mental que asoman con timidez en las conversaciones virtuales porque parecen tan menores entre los respiradores, los ancianos haciendo cola de noche para cobrar su jubilación, las discusiones sobre los test, la edad de los fallecidos, la madre en edad de riesgo que dice, del otro lado del teléfono, que tiene fiebre.
***
No sé qué decir cuando me preguntan cómo estoy y eso es todo lo que me preguntan.
Tomé un test online –lo armaron CONICET y Fundación Favaloro y más instituciones serias, no es una pavada de encuesta de Twitter– porque busco respuestas o confirmaciones o alguna tranquilidad.
Hay muchas secciones. Una pregunta: ¿Con qué frecuencia te pasaron estas cosas? La graduación va de “nunca” a “todos los días”. Las opciones son: Sentirse ansioso todos los días. Dificultad de concentración. Preocuparse demasiado por diferentes cosas. Sentir miedo como si algo terrible fuese a suceder. Sentirse deprimido o desesperanzado. Tener pensamientos de que estarías mejor muerto. Moverse o hablar más lentamente. Sentirse mal con uno mismo o que le fallaste a la familia. Dificultad para dormir. No poder controlar la situación.
A todas les puse “todos los días” es decir, grado máximo.
Lo terminé, cliqueé aceptar y la respuesta fue: “¡Gracias! ¡Tu respuesta nos es de mucha ayuda en este relevamiento!”.
Me alegra haber contribuido a su estudio preliminar pero les advierto: no se puede dejar en suspenso a un ansioso que busca poder determinar su grado de locura. Ni siquiera me importa si la respuesta es: estás perdiendo la cabeza. Ya lo sé. No sería la primera vez. Me da miedo que ocurra al mismo tiempo que todo el mundo: recuerdo a las azafatas. Y a Anne Sexton, en otro poema, “The Fury of Sunsets”, la furia de los atardeceres. “Podría comerme el cielo como una manzana / pero en cambio le preguntaría a la primera estrella / ¿por qué estoy aquí? / ¿por qué vivimos en esta casa? / ¿quién es responsable?”.
Mariana Enriquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social, subeditora del suplemento Radar del diario Página/12 y docente en la Universidad Nacional de La Plata. Publicó las novelas Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1995- Galerna, 2013), Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004) y Este es el mar (Random House, 2017), las colecciones de cuentos Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009-Anagrama 2017), y Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), la nouvelle Chicos que vuelven (Eduvim, 2010), los relatos de viajes Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (Galerna, 2013), el perfil La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (Ediciones UDP, Chile, 2014) y el libro ilustrado Ese verano a oscuras (Páginas de espuma). Su libro Las cosas que perdimos en el fuego fue traducido a 22 idiomas y recibió el premio Ciutat de Barcelona a mejor obra en lengua castellana. En noviembre de 2019 su novela Nuestra parte de noche recibió el Premio Herralde.
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