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Episodio 3: “Cambiarlo todo”, por Margarita Molfino

Debates, Diarios

A favor del secreto y de la melancolía. Una historia que empieza con muchos orígenes como metáfora de un tiempo incierto.

 

Nico y Ana

Estoy a favor del secreto y de la melancolía. Del primero porque no podría no estarlo, sobre todo del secreto conmigo misma. Hay cosas que sólo podré preservar intactas, como yo las imaginé, viví o –por qué no– inventé, si no se las cuento a nadie, de lo contrario pasan a formar parte del mundo, y cuando las cosas se echan a rodar tienen más fuerza que una y sobre todo ya no te pertenecen. El secreto ensancha mi mundo interno y afirma mi individualidad, esos días que parecen arrebatártelo todo, abrazarme a mis conjuros internos, a mis invisibles propiedades privadas es una afirmación de mi modo de ver la vida. De la melancolía, qué decir… para mí es una bruma fresca, que te emociona, o sea te mueve, te vuelve permeable y presente, es como un pararte a mirar para atrás pero también, y sobre todo, lo que hay ahora. Es algo así como una tristeza pero clara. Y, creo, siempre es mejor escuchando algún disco, la melancolía merece tiempo y música. Uno de mis preferidos para la ocasión, “Chelsea Girl” de Nico, sillón, volumen y fango, fango, fango. Como un chancho me regodeo a veces. Este disco es una delicia, creo que muchas de esas canciones no las compuso ella, dato completamente menor para mí que creo en el poder absoluto y total de la interpretación. Esa estética de la versión que lo reformula todo, el arte de volver al cover más poderoso que su original como lo logran Caetano Veloso o Patti Smith.  Así, pasadas por el filtro de la voz de Nico, las canciones se convierten en himnos a la tristeza; gruesa, poderosa, realmente dan ganas de estar triste. Es que toda ella era tristeza según cuentan, y de las bien pero bien oscuras. Son muchos los rumores sobre su vida, los tengo mezclados y confusos pero prefiero no ir a cotejarlos, algo de esa mística me resulta más interesante que despejar dudas.

Nace en Colonia, una pequeña ciudad de Alemania, ya adolescente se va Berlín, más tarde a París. La típica que entra al mundo bohemio por su belleza y luego se ocupa de demoler todas y cada una de las expectativas. Se dice que fue íntima de Andy Warhol y Jim Morrison, cantante fugaz de la Velvet Underground –parece que a Lou Reed no le hacía mucha gracia ser comandado por una mujer de una belleza estrepitosa en proporciones iguales a su hondura y oscuridad–, tuvo un cameo con Mastroianni en la Dolce Vita y un hijo con Alain Delon quien jamás lo reconoció. Mientras todo esto, es adicta empedernida a la heroína, le sacan la tenencia de su hijo quien pasa a manos de sus abuelos paternos que sí lo reconocen- finalmente años más tarde se recupera de una vez y en una tarde de sol en bicicleta con su hijo se cae, se golpea la cabeza, derrame cerebral, final. Esas historias de vida que contadas resultan grandilocuentes, pintorescas, sobre todo si encima se convierten en artistas de trascendencia mundial, pero que de sólo imaginar que eso realmente sucedió a alguien resulta desesperante.

Traje a cuento el secreto y la melancolía no para hablar de Nico sino de Ana. Me aventuro a decir que con Ana comparto la posesión y el disfrute de ser melancólicas y tener secretos. Ana siempre está traficando plantas, comidas o telas, eso la convierte en alguien que llama especialmente mi atención. Sobre todo el modo en que lo hace. Si estás en tu día de suerte y te trae sus berenjenas al escabeche las pone en un tupper o fuente, que no tiene o ya no le corresponde la tapa, entonces busca una que se acerque a eso, le pone una gomita para sujetarla porque no encaja del todo, luego la envuelve en unas servilletas de papel por si el aceite se escapa y después una bolsita de nylon bien ajustada que contenga todo y más afuera una bolsa de tela para poder transportarla.  Y si te trae o se lleva un gajito de alguna planta lo mismo, una hoja de diario precede a una bolsa, que precede a otra que van todo en su cartera. Ana tiene largos recorridos en colectivo y esos interminables envoltorios de capas que envuelven cosas le permiten transportar amor en bolsitas para que llegue intacto y repartirlo. Ana trafica amor y a veces pienso que lo hace para buscar un destino material a lo que no tiene cerca, evocar lo lejano y atravesar desencantos. Las plantas, esa acción de cortar, regar, trasplantar y poder reproducir al infinito, ver la vida acontecer creo yo es reparadora de sentimientos urgentes.

Cumplió años hace poco, fue confuso porque ella nos dijo que cumplía 69, pero sus hermanas la saludaban por sus 70. Pasa que nadie sabe bien, me cuenta que su mamá dice una cosa, sus hermanas recuerdan otra, pero la anotó una tía que la adoptó cuando ella tenía 15 para poder venir rápido de Asunción a Buenos Aires. Parece que ese día que fue a hacer el trámite pusieron 1950 y no 1951, o al revés, no sabe. Le dije que para mí lo importante era cuántos ella cree cumplir, y me dijo que no sabe bien y que entonces mejor cumplir los 70 el año próximo sin pandemia y con fiesta. Y me pareció bien, así que mientras algunas de sus hermanas la saludaban por sus 70 acá vía zoom canturréabamos los 69. Conozco a Ana desde hace aproximadamente 7 años. Son pocos los momentos que nos cruzamos a solas, pero cuando eso pasa aprovecho cada minuto para lanzar algunas preguntas, develar algunos misterios de su pasado, de su familia. Algo del sentimiento de orfandad por distancia me acerca a ella, hubo días que nos confesamos las ganas de mates con hermanxs o una tarde al sol con nuestras mamás, Hermenegilda y Delfina, a quienes extrañamos profundamente y por lo primero que nos preguntamos cuando nos vemos. La historia de Ana tiene muchas derivas, mucho dolor y también una enorme fortaleza. Todo en este texto es aproximado, relativo y dudoso, la historia de Nico, la de Ana y lo que yo diga de ellas.

Paraguay

Una jovencísima Hermenegilda vivía en el campo y “por problemas de la política” –Paraguay, una de las dictaduras más largas del siglo XX, casi 35 años– se muda con toda la familia a una casita en Asunción. Esos años conoce al que será el padre de Ana, pero claro, cuando queda embarazada; “él no quería que yo naciera”. Igualito a Alain Delon con Nico, pero en Asunción, el patriarcado no reconoce fronteras, fama, identidades, nada, todo lo arrasa con violencia.  Y Hermenegilda, como Nico y tantas otras, resistió, decidió y afrontó. De todas maneras cuando el hombre se entera de que efectivamente había nacido, fue a verlas. Pero a esa altura la decisión de Hermenegilda estaba incólume: no le permitiría ver a su hija. Así cada vez que él iba ella dejaba a Ana adentro y salía a charlar, pasear pero a solas. Poco tiempo después, en una de estas salidas Hermenegilda queda nuevamente embarazada, así nace Gladys, la hermana de Ana que tampoco tiene mucha relación con, digamos, el Alain Delon paraguayo. Para ese momento Hermenegilda trabaja en casa de una familia que como deseaba una hija, ofreció hacerse cargo de Ana, criarla y que ella siguiera su camino. Dice Ana que su mamá lo pensó pero decidió que no, y como tenía miedo de que igual se la sacaran, aprovechando el aviso de la muerte de una hermana se fue otra vez al campo con las dos niñas a cuestas y nunca más volvió. Ahí conoce a otro hombre que vivía en Argentina que ya tenía un montón de hijos y que será su marido. Tuvieron 4 mujeres más y un varón. Así es que son 6 mujeres y un varón, de dos padres y una sola Hermenegilda; y un montón de hermanos más que traía este hombre viudo y de los que Ana ya perdió la cuenta.

Esta convivencia lo cambia todo, y con 4 años Ana se encuentra viviendo con una tía que la adopta informalmente. Vuelta a Asunción. La tía cada mañana va a trabajar y la deja en el kindergarden de monjas –palabras textuales de Ana– para recogerla al final del día. Una urgencia en el campo la hizo abandonar la ciudad por un tiempo largo y la estadía con las monjas adquirió estatuto de convivencia. Parece que eran muy amorosas, pero tal como su credo manda, de ser necesario existía el castigo; arrodillarse a rezar sobre sal gruesa. Cosas que escuchó, pero no le tocaron porque era muy buena ella. Aunque una vez la castigaron por hacerse pis encima pero sólo la expulsaron del aula ese día. Así la vida en la ciudad hasta la escuela secundaria, privada, porque como era menor y vivía con la tía no tenían los papeles necesarios para un colegio del estado. En tercer año los costos se vuelven insostenibles, y es allí que Ana con su deseo de seguir estudiando piensa recurrir por primera vez a su progenitor. Búsqueda, encuentro, promesa, desilusión. Vuelta al campo. Una niña ya citadina con ganas de estudiar que no se halla en el nuevo entorno. Empieza a trabajar en un almacén de ramos generales.

Hasta acá parece que pasó toda una vida pero Ana sólo tiene 15 y muchas ganas de volver a la ciudad. Había tías en Asunción y en Buenos Aires, las cartas eran asiduas entre ellas y es ahí que Ana vislumbra una posibilidad e insiste con venir a Buenos Aires. Es acá donde viene el temita de la fecha del cumpleaños, por esta segunda y nueva adopción.  Para cruzar a Argentina precisaba requisitos, documentación que no tenía y llevaría una eternidad hacer. Evalúan y lo mejor resulta que la tía la reconozca como hija.  Pueblo chico, un tío juez logra sacar una partida de nacimiento y papeles necesarios para cruzar a Argentina. Ahí la confusión de fechas, “me anotan mal, y  ahí me perdí con la edad”.

Buenos Aires

Buenos Aires, otra, nueva vida para Ana. La tía la tenía cortita, tiene recuerdos un poco feos, de extrañar mucho. Trabaja de secretaria, escribía a máquina, ahí empieza lo mejor: un trabajo hermoso con gente que empezó a quererla muchísimo. Después pusieron una gestoría, más tarde vendieron gasoil y kerosene, le siguió una carpintería en cuyo fondo se hacían tacones de zapatos y así de cada negocio Ana hacía la contabilidad y todo tipo de trámites y papeles. Ya instaladísima en su nueva patria elegida llegan su hermana Gladys y una prima. Empiezan los buenos recuerdos para Ana. Vivían todas juntas, frecuentaban el Centro de flores, pic nics, salidas a bailar, ahí ya decidía sus cosas, remarca.  Pero todo lo cambia su encuentro a los 19 años con Nico, no la Nico de la Velvet Underground claro, sino Nicolás de Lanús Oeste, un hombre amoroso y generoso, alguien simple me cuenta su hijo, matricero de manos hábiles. Supo hacerse querer mucho, inclusive por la tía que a Ana la tenía cortita.  En una de sus visitas a Paraguay, Nicolás la siguió con anillo en mano y conoció al batallón familiar. Prepararon una fiesta de compromiso que resultó trunca porque justo murió el abuelo. Trajes, comidas y flores cambiaron de ocasión. Empieza otra vida para Ana, en la casa que aún hoy habita ya sin Nicolás. Una casa que ha cambiado tanto como su vida, infinitas refacciones, movimientos. Paredes que se corren, pasillos que desaparecen, cuartos que mutan. Siempre hay algo que se está arreglando. Está llena de muebles, plantas, fotos y tantísimos objetos que no podría describir, cositas que va acumulando, que la van acompañando.

Ana tuvo muchas vidas y muchos cambios, continuamente, algunos heredados, otros elegidos. Ana lo cambió mil veces todo.  La oruga es oruga y se mueve un montón para ser crisálida y recién después es mariposa. Aún hoy extraña profundamente su Paraguay. Cada vez que va de visitas cambia su energía, el tono de su voz, el brillo detrás de sus anteojos.

No conozco la sensación de cambiarlo todo por completo. Cambiar el suelo que pisás, lo que comés, lo que escuchás, lo que ves, lo que olés; y rearmarte de nuevo, una y otra vez. ¿Qué pasa cuándo te vas?  ¿Cómo es desprenderte tan tempranamente de los tuyos? Amar no implica como condición acompañarse y eso a veces duele mucho. Cómo elegir qué llevarse en ese viaje, para siempre. La historia de la humanidad está plagada de destierros, exilios, movimientos. Viene a mi cabeza la historia de una mujer que en el barco que la cruzaba de continente trajo un baúl pequeño con pedazos de sus personas amadas. Un mechón de su abuela, un diente de su hermano, un pañuelo sucio de su antiguo amor, la barba de su marido que no llegó a subir, las uñitas que fue cortando al bebé que llevaba en brazos. Mentira, eso no pasó, pero hubiese sido lindo.

Ahí donde te abrís camino entra aire fresco.

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