Episodio 2: “Habilidades”, por Margarita Molfino
En estos días de poco espacio y mucho tiempo aparecen las manos. Qué saben hacer. Más allá de las caricias, y los apretones y los saludos a distancia, el trabajo manual… Margarita Molfino reflexiona sobre eso mismo, las manos mágicas.
La posibilidad tentacular
Mi amiga Gala, entre muchas cosas, se dedica a la neurorehabilitación transdisciplinaria y nos gusta pensar al cuerpo juntas. En una de las primeras conversaciones que tuve con ella, y creo que fue fundante para nuestra amistad me dijo que si alguna vez le faltara un brazo, una mano, de ninguna manera anhela una réplica ortopédica, por más avanzada que sea, y que por cierto muy poca gente accede a las realmente buenas. Ella se propone reformular esa pregunta, es decir, en lugar de reponer eso que ya no está y que de todas maneras ni aún contando con la mayor tecnología volverá a ser igual, por qué no pensar otras formas de expansión del cuerpo en ese espacio que quedó ahí, plagado de posibilidades infinitas para generar un nuevo miembro; y además hacerlo en relación a cada persona en particular; gustos, necesidades, deseos, a la carta digamos. Así es que tiene diseñado un súper tentáculo, con muchas habilidades y detalles por si acaso y quedamos que de necesitarlo yo también quiero eso, un tentáculo. Lo imagino precioso, baboso, hábil, con posibilidades de alargarse para alcanzar algo desde el sillón, rascarme plenamente la espalda, abrazar a tres o cuatro cuerpos, levantar muchos niñes y bailar claro, siempre bailar. Así sellamos nuestro pacto de amistad tentacular feminista. Sí, porque además el mundo acuático submarino nos encanta a las feministas, hay todo un mundo queer ahí abajo que desmantela de inmediato cualquier idea antropocéntrica de reproducción, sexualidades y naturaleza. Me fui. Siempre me voy. Vuelvo. Pensaba, que además de las habilidades o destrezas que porte un miembro hay otras cosas, invisibles, indecibles que las manos materializan y que en algunos casos se transmiten de generación en generación, no sé cómo, si viene en el cuerpo o es aprendido, no lo sé.
Hace poco leía un libro muy hermoso, El cultivo de los gestos de André Haudicourt, un ingeniero agrónomo que habla de cómo se estudiaron históricamente en las sociedades arcaicas desde sus utensilios, herramientas, objetos… pero poco se pensó en las fuerzas motrices que movieron esas cosas. Cuál es la historia de los gestos, de las manos que hicieron, agarraron y movieron eso. Me permito imaginar que un mundo de tentáculos sería un mundo de otros gestos.
La herencia
Mi abuelo tenía una mesa de madera enorme de la que no se veían más que sus patas porque estaba totalmente repleta de libros, papeles, carpetas, recortes de diarios y miles de objetos relacionados al mundo “escritorio”. No volví nunca más a ver una mesa así. No había ni un centímetro libre en esa superficie y lo que más me impresionaba era que él siempre sabía exactamente donde estaba cada cosa, hasta el último lápiz. Yo pasaba mucho por abajo, jugando abrazada a esos pilares macizos, gruesos, pero especialmente escapándome porque mi abuelo tenía una costumbre con sus nietas y nietos que hoy recuerdo con una sonrisa pero en esos días me convertía en la mejor ninja para evadirla. Si me veía o me escuchaba, me paraba, me pedía algo que no alcanzaba – sin tentáculo alguno, era muy gordo, se movía poco y precisaba mucho- y después lanzaba al aire una palabra, en general palabras cercanas, de lo más común, al estilo perro, manzana, birome, silla, y cada tanto alguna que otra desconocida. Enseguida me preguntaba si sabía lo que era, muchas veces contestaba que sí, a lo que él me pedía la definición específica de la cosa, como para alguien que nunca vio eso. Por supuesto yo no sabía responder y ahí era cuando me mandaba a buscar el diccionario y leer en voz alta ese significado. Por ejemplo Perro; mamífero, cuadrúpedo de la familia de los cánidos, etc etc. Esto implicaba por lo menos entre media hora y cuarenta minutos con él sustraídos a los juegos de infancia al aire libre. Así cada día, yo entraba a ver y tomar un mate de leche –sí, de leche- con mi abuelita y si no me movía con suficiente destreza y silencio (un pequeño sonido era suficiente) él te coptaba. Yo quería estar con ella, y muchas veces terminaba con él, a quien adoraba pero no me seducía ni un ápice lo que ella. El quería cultivar mi conocimiento y ampliar mi vocabulario, pero yo ensanchaba mi universo sólo de mirarla a ella y esas manos prolongadas en agujas, cucharas y amor. Desde allá hasta acá me convocan las mujeres.
Así, como en un ritornello hoy busqué el significado de manos, esta vez al señor Google claro. Entre todo lo que dice, y entre todo lo que son, las manos son prensibles, pueden sujetar, tomar y lo más hermoso adquirir la forma de aquello que agarran. Me quedo con eso. Conocer el mundo con las manos, con el tacto, tomar la forma de las cosas, de un frasco, una mesa, o un rostro. Incluso en los primeros años, cuando gateamos lo primero que estiramos para asir el mundo es una mano; específicamente una nos soporta y la otra busca. Y cuando bailo también con ellas indago el vacío indeterminado que me rodea y le doy forma.
Esta que vengo citando, mi familia materna, tiene algo con las manos. Entre sus integrantes, hay quienes gozan de cierto don, sensualidad, talento que les sale específicamente de las manos. Sin ir más lejos mi abuelo, el de la mesa atestada, tenía unas manos que irradiaban mucho calor, eran manos grandes, gorditas y muy hábiles. Era cirujano y viajaba mucho por las zonas rurales al norte de Santa Fe; cuentan que en una ocasión en la localidad de Presidente Roca le hizo una traqueotomía con un cuchillo de cocina a la viejita Bocco, mi mamá estaba con él, era muy pequeña pero algo de esta escena aún la habita. Y también sabía bordar, claro, cirujano, bordador, tiene sentido.
Mi abuelita, la del mate de leche, hacía realmente de todo, así que elegiré arbitrariamente contar sólo algunas cosas. Encontramos su diario íntimo; atadas con dos cintas un pilón de hojas cuadriculadas, escrito a mano en cada renglón, caligrafía en tinta precisa y preciosa. Además de ser insondable en su contenido es un objeto único. Esas mismas manos dejaron innumerables medias, carpetas, chalecos, manteles tejidos a crochet, y más cosas todo con un nivel de detalle poco habitual.
Uno de las imágenes selladas a fuego en mi mente y en miles de fotos son los castillos de arena que hacía uno de mis tíos, hijo del abuelo de la mesa atestada y la abuelita del mate de leche –insisto en nombrarlos así porque él era enorme y ella diminuta–. Estamos hablando de verdaderas construcciones con pisos, puentes, pasadizos, túneles y murallas. Él construía y moldeaba, nosotres corríamos en busca del decorado: colillas de cigarrillos, plumas, cáscaras, conchas, choclos, palitos y cualquier cosa que encontráramos en la playa. Preservo intacta la sensación en que algo me daba asco y me parecía horrible y más tarde en su proceso de acumulación y replicado cruzaba inmediatamente al terreno de lo bello. Me maravillaba ese proceso. Aún hoy me pasa. Qué lindas son las cosas en mucha cantidad, incluso colillas de cigarrillo porque aparece ese potencial que sólo lo da un todo que es mucho más que la suma de las partes. Como que toca la poesía. Años más tarde quedaré obnubilada y boquiabierta con los infinitos dramáticos en los escenarios de Pina Bausch.
También tengo una prima –hija del constructor de arena– que decora tortas a un nivel que lo último que querés hacer es cortarla o comerla. Su hermana, mi prima preferida –porque trascendió al puesto de amiga–, Leonor, es una bordadora excelsa, ahora ceramista, heredera directa del talento de esta estirpe a tal punto que te deja una nota y querés conservarla de adorno. Y podría seguir, mi mamá cualquier cosa que hace con las manos la hace bien, son como manos resolvedoras de conflictos, de hilos, de plantas, de papeles, de hijes. Me impresionan las manos, me asombran, me gusta mirar qué puede cada mano, qué esconden y qué van desplegando. Uno de mis sobrinos tiene los deditos pulgares más enloquecedores del mundo, no llego a comprender como algo tan chiquito puede conmoverme tanto. Cuando hablamos por video llamada antes de despedirnos siempre le pido que los acerque. El lo hace aclarándome siempre que son de él, no míos. Quién sabe el mundo que trae Ulises entre manos, entre dedos.
Manos elegidas
Otras manos, de la familia que elegí, no la que heredé también me obnubilan.
De él me gustan mucho sus manos de trabajo, de escritura, de amor. Creció viendo a su papá arreglando motores, máquinas, juguetes, bicicletas, radios cualquiera cosa, y así sigue él, todo el día metiendo pinzas al asunto. No podrían no gustarme sus manos, esa combinación enloquecedora de mano ruda, fuerte, constructora, las mismas que acarician, escriben y chorrean palabras. Así es que una caricia de esa mano jamás pasa inadvertida. Es cicatriz. Así sin más.
Lourdes, mi amiga-hermana zapatera me relata cuánto le gusta tocar el cuero mojado. Dice que se hincha y se pone elástico, sensible al tacto y a cómo una lo quiera dejar. Se pone maleable, flexible, se pone cachondo y acepta todas las propuestas, podes esculpir con él. Y va mutando, primero te deja las manos babosas –¡cual tentáculo!–, después cuando se secan tenés una pasta y el cuero queda rígido como una madera. Mi parte preferida de ella, son sus dedos pulgares porque no tienen límite, ella los da vuelta como si fuesen de plastilina, pero no para el lado habitual, para el otro, para atrás. Fui a la escuela con su hermano y sé que también porta este don.
Estos días de poco espacio y mucho tiempo saber hacer cosas con las manos es un verdadero privilegio. Producir cosas con poco espacio. Las comidas, las danzas, los pequeños trasplantes de gajos de maceta en maceta y las caricias es lo que ofrecen mis manos estos días. Se suma ahora este aventurarme a escribir estos diarios y sé que florecerán otros gestos en el tiempo venidero, apelo a esas herencias anidadas que esperan por salir. Hay cosas que traemos de otro lado, el asunto es darse cuenta. Quizás sea ese el gran asunto. Una frase de Clarise: “…se puede ser convocado y no saber cómo ir”.
Margarita Molfino es actriz, bailarina y coreógrafa. Es egresada de la Licenciatura en Artes por la Universidad de Buenos Aires. Nació y vivió hasta los 18 años en Rafaela, Santa Fe. Desde 1999 reside y continúa su formación en Buenos Aires. Trabaja en diversos proyectos indagando en cruces y colaboraciones con otros artistas, pensando el cuerpo y sus prácticas como un sistema abierto y dinámico moviéndose entre las distintas disciplinas. Sus últimos proyectos como directora, autora e intérprete fueron Reinos (junto a Romina Paula y Agustina Muñoz), Deserto (creación colectiva junto a grupo Danzarte en Rafaela), Palíndroma (junto a William Prociuk) y Tu papá, mi papá, tu hija y la mía (junto a Leticia Mazur). Algunos de sus trabajos como intérprete fueron con Carlos Casella, Diana Szeimblum, Javier Daulte; y en cine con Damián Szifrón, Gonzalo Tobal y Rodrigo Moreno, entre otros.
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