Episodio 1: “Fantasmas”, por Ana Longoni
La fiebre, los síntomas, la recuperación y ciertos modos de escapar. A un lado y otro, por los paisajes internos o externos, Ana Longoni inicia esta crónica. Los fantasmas, como el virus, están allí, a cada paso.
1.
Durante la larga fiebre me desperté en mitad de alguna noche (¿fue en abril? ¿o ya era mayo?) sintiendo con toda claridad que alguien o algo se estaba haciendo lugar al lado mío en la cama. No era amenazante, era extraño. Ocupaba su sitio con decisión y sin hacer ruido. Su cuerpo tocaba el mío.
Abrí los ojos, pero no me di vuelta. Preferí no mirar.
Es Jaime, pensé. Me viene a hacer compañía como tantas otras veces. Jaime es el gato negro que vivió con nosotres durante diecinueve años, y murió en mayo del año pasado, en nuestra casa en Parque Chacabuco. Mi hijo lo enterró abajo, junto a Jacinta, nuestra otra gatita, que murió mucho más joven un tiempo antes, cerca del (falso) lichi que él mismo plantó en el parque y que vemos crecer desde el balcón. El falso lichi se terminó convirtiendo en un tremendo ombú, que ya disputa protagonismo al Abuelo, uno de los viejos eucaliptus que según el mito barrial plantó el mismísimo Don Juan Manuel de Rosas.
A fin del año pasado, cuando volví a entrar a esa casa, me estremeció no sentir esas patitas aterciopeladas correr hacia la puerta a recibirme. Y luego de un mes enferma, Jaime apareció y se echó a mi lado, un ovillo de presencia animal y familiar. Me volví a dormir, bien acompañada.
Regresó unas noches después. Me desperté sintiéndolo acomodarse a mi lado. Esta vez decidí darme la vuelta para verlo y -por ahí- acariciarlo, aunque quizá no me moví lo suficientemente despacio como para no espantar a un gato que siempre fue asustadizo. Huyó corriendo, disparado.
La próxima me quedaré muy quieta, Jaime, lo prometo, para que te duermas enroscado a mi costado.
2.
Cuando comenzó el calor del verano y se terminó (quién sabe por cuánto tiempo) el confinamiento, un grupito de amigas partimos hacia Galicia a pasar un par de semanas de vacaciones. Una cofradía disparatada: Epifanías y La Reyertas, Entelequia (luego Faneca Brava) y La Deshilvanada, Salmonete Eléctrico y Estática, Montañe y yo, autodenominada Amnesia.
Llegamos primero a un paraje cerca de Loiba, enclavado sobre los acantilados y muy cerca del viejo fin-del-mundo, en donde viven solo cuatro personas durante el resto del año: don Amador, de edad indefinida y caminatas prolongadas, su esposa que no sale de casa (se rompió la cadera no hace mucho), tres gallinas que ponen algunos huevos para vender; una mujer de alrededor de cuarenta años y su hija de catorce, que nos miraban desde lejos por miedo al contagio de las recién llegadas desde Madrid.
Entre las ruinas de un viejo molino de piedra y un par de hórreos pastan algunas pocas ovejas y cabras, y por el bosque aledaño merodea el lobo, nos advirtieron señalando el cuello fieramente desgarrado de una de las ovejas.
La humedad se levanta desde el suelo y se respira en el pelo, la piel y la ropa. Los dormitorios, las sábanas se sienten sumergidos. Cae agua, se respira agua. El verde estalla por todas partes, helechos gigantes, flores de vara -blancas y barrocas- creciendo en la arena, filigranas de telaraña cubiertas de gotas de lluvia.
Los caminos se enroscan como firuletes por el medio del bosque o del campo y pueden llevar a otras playas, miradores, caseríos abandonados, o al mismo punto del que partimos dos horas antes, pero por otro lado.
Unos días después se acabó el milagro de Loiba y nos mudamos a Chimparra. Literalmente, un pueblo fantasma, cuya última habitante, Mercedes, cerró en 2005 un candado en la puerta de su casa antes de que se la llevaran a vivir (o a morir) a Cedeira, la ciudad-balneario más próxima.
Chimparra está justo al final del camino, en medio de una montaña tupida y ventosa, muy cerca de una reserva natural (que empieza cuando los eucaliptus merman y dejan lugar a los pinos). Diez o doce casas de piedra, la mayoría con los tejados de laja negra hundidos, desplomados sobre el interior y dejando anidar allí dentro mundos vegetales y animales, conviviendo con los rastros de sus viejos habitantes y de eventuales inquilinos. Un aparador de cocina de madera, un taburete de color verde loro, una vieja olla de hierro fundido, cazuelas de barro y otros enseres de cocina, herraduras pequeñas -como para un potrillo-, cables eléctricos y herramientas oxidadas, tiradas por ahí, hundidas entre la ortiga y la zarzamora que crecen por todas partes.
Nuestra cofradía, reducida a cuatro integrantes (La Deshilvanada, Salmonete Eléctrico, Estática y Montañe habían seguido otros rumbos), ocupó la única casa reciclada del pueblo, preparada para turistas extranjeros que este verano no llegarán (¿alguna vez volverán?): las copas para vino, para champagne y para agua perfectamente delimitadas y alineadas a exacta distancia, una chimenea que se alimenta de pellets sin dejar olor a humo ni ensuciarse las manos, una decena de cajones de cocina recién estrenados con unos pocos utensilios jamás usados, una frutera llena de manzanas verdes y una tarjetita de “Welcome”, anotaciones en inglés de anteriores inquilinos en el libro de visitas. Solo la presencia molesta y abundante de moscas desacomodaba un poquito esa escenografía bucólica burguesa.
A todas y a cada una nos fue embargando cierta inquietud, que elegí atribuir a ser las habitantes vivas de un pueblo fantasma a la vez que actuar como okupas inadecuadas de una revista de arquitectura y diseño. No escuchamos ruidos inexplicables ni ocurrieron sucesos raros, pero la exaltación que vivimos en Loiba fue dejando paso a un clima más hosco, denso, a la sensación de estar fuera de lugar, o viviendo algo que no nos correspondía. Perturbadas por la ruina abandonada de un mundo que ya no es -la Galicia rural-, pero seguramente más afectadas por el mundo en el que se ha convertido, incómodas por el lujo previsible de una casa impostada a la que no pertenecíamos de ninguna manera.
3.
“A San Andrés de Teixido
vai de morto o que non foi de vivo.”
Salimos al mediodía, caminando a pleno rayo de sol, Epifanías y yo. La Reyertas y Entelequia nos alcazarían más tarde en auto. Llevábamos cuatro figuritas modeladas en miga de pan durante un largo y silencioso desayuno. Eran -o querían ser- estrellas de mar de cinco patas, versiones en miniatura, toscas y frágiles, de las que habíamos encontrado entre las piedras en la playa del acantilado.
Una de las secuelas, ojalá la última, de haber estado enferma de covid es que me fatigo un poco al caminar, sobre todo si trepo cuestas. Y sí, pasó enseguida de iniciar la caminata, pero lo que sentí iba mucho más allá de respirar corto y rápido, insuficiente: a los cien o doscientos metros de salir, las piernas me pesaban y dolían tanto que sentía que no podía dar un paso. Tuve que aceptar a regañadientes hacer un tramo en auto. Elongué las pantorrillas, me mojé el cuerpo con agua helada de una fuente. Y retomé un rato después la caminata.
Luego de trepar un cerro cubierto de árboles, llegamos a un cruce de caminos y enfilamos hacia la izquierda. Una tropilla de caballos salvajes pastaba al lado de unas ruinas celtas, y atrás el mar, tan inmenso y tan azul. Desde la cumbre, tomamos un pequeño senderito de cabras que bajaba en pendiente hasta el pueblo, atravesado cada tanto por cintas de prohibido pasar. Íbamos en silencio, silbando o cantando quedo quedo, mirando hacia abajo.
De pronto, entre los pastos, apareció un escarabajo verde fluorescente. Mi animal favorito, el que me quiero tatuar en un hombro cuando me decida a estrenar esas marcas en mi piel (antes de que, como dice mi hijo, se me pase la hora). El insecto brillaba al sol patas arriba y decidí llevármelo como un dije o una pequeña ofrenda. Lo cargué delicadamente dentro del puño y continuamos el descenso atentas al piso resbaladizo y a las huellas dejadas por algún animal grande (¿jabalíes?). Al rato, sentí que algo en mi mano cerrada se movía: una de las patas del escarabajo y después otra. Estaba vivo, volvía a estarlo. Lo mantuve un rato en mi palma hasta que pareció reanimado, y busqué un hueco de sombra entre briznas adonde dejarlo en paz.
Cuando terminó el sendero y llegamos al pie de la montaña, muy cerca del mar, caminamos directo hasta la iglesita de piedra. Ninguna de las dos es religiosa, pero ambas conocemos algo de esos ceremoniales (colegio de monjas mediante).
Entramos en la capilla, nos quedamos paradas un largo rato ante el altar y colocamos nuestras absurdas ofrendas en un rincón de los escalones que anteceden al santo pescador, entre velas encendidas, exvotos de cera representando ojos, piernas, riñones o tetas, y muchísimas fotos de niñes.
Imaginé que, antes de devenir lugar de peregrinación católica, San Andrés de Teixido debió de ser un antiguo sitio sagrado de cruce entre vives y muertes. Recordé un día (Amnesia cada tanto recuerda) en que mi hermanito, que se llama justamente Andrés, recorriendo la quebrada de Humahuaca en donde vive desde hace casi veinte años, nos señaló una “puerta” entre dos montañas. Esos sitios que en la cultura andina se nombran como punkus y qaqas. Los punkus (puertas) aparecen entre montañas, en quebradas, cañones o gargantas que conectan dos espacios y desde donde parten caminos o pasos. Umbrales. Las qaqas son también puertas pero siniestras, a la vez malignas y sagradas. Allí no quieren estar ni la gente ni los animales. Las qaqas comunican con el inframundo adonde habita el diablo, y en ellas ocurren rituales y aparecen ofrendas de hojas de coca en las grietas de la piedra. En las qaqas pupulan unos duendecillos que provienen de abortos y vagan entre dos mundos, entre la penumbra y la fertilidad, llamados en quechua q’arawawas. En las qaqas, refiere Pablo Cruz, “los espíritus humanos demasiados débiles para oponerle resistencia, sobre todo las mujeres y los niños” se asustan, lo que en la cosmovisión andina es un modo de decir que se enferman. En clave feminista, quizá podamos entender a esas personas “débiles” como permeables a dejarse afectar por lo que perciben y desconocen. Se tiembla de miedo, se tiembla por la fiebre. Se tiembla también de emoción o de indignación.
Cuatro estrellitas de mar hechas de miga de pan: así improvisamos un silencioso y pequeño duelo pagano para nuestros q’arawawas.
4.
Cuando Epifanías y yo dimos por concluido nuestro ritual invisible, el grupo se reensambló torpemente y bajo el runrún de una tensión sorda (que terminó estallando dos noches después, cruel despedida).
Les propuse almorzar rico y ojalá emborracharnos para ayudar a que pase la tristeza. Elegimos un restaurant con mesas al aire libre, semivacío, como todo por la zona. Apenas nos sentamos, en la radio del lugar empezó a sonar “No me arrepiento de este amor”. Mis amigas no conocían a Gilda, y ¿cómo puedo ser parte de una cofradía en la que no se baile cumbia? Les conté su historia, de maestra jardinera a santa cumbianchera, y esa noche terminamos de madrugada viendo la película en YouTube, con los textos invertidos en espejo.
Al día siguiente, nuestro último día en Chimparra, nos montamos con atuendos disparatados y chillones, y filmamos un videoclip para Gilda entre caminos sin salida, helechos, escaramujos, libélulas y paredes de piedra desmoronadas. Tan lejos de casa.
Ana Longoni es escritora, investigadora del CONICET y profesora. Se doctoró en Artes en la Universidad de Buenos Aires. Da clases de grado y de posgrado en diversas universidades. Trabaja sobre los cruces entre arte y política en Argentina y en América Latina desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. En Buenos Aires estrenó La Chira (2003) y Árboles (2006), dos obras teatrales de su autoría. Impulsa, desde su fundación en 2007, la Red Conceptualismos del Sur. Curó diversas exposiciones, como Roberto Jacoby. El deseo nace del derrumbe (2011), Perder la forma humana (2012), Con la provocación de Juan Carlos Uviedo (2016), Oscar Masotta, la teoría como acción (2017) y Giro Gráfico, como en el muro la hiedra (2022). Entre 2018 y 2021 fue directora de Actividades públicas del Museo Reina Sofía (Madrid). Autora de numerosas publicaciones, su último libro es Parir/Partir (Tren en Movimiento, 2022).
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