Episodio 1: “Espalda contra espalda”, por Ezequiel Gatto
Primera entrega de su Diario "Signos de época"
Primera entrega de su Diario "Signos de época"
Episodio 1: "Espalda contra espalda" por Ezequiel Gatto
Más allá de las palabras, las molestias. A medida que transcurren los meses, hay partes del cuerpo que duelen más que nunca y que exigen prestar atención. Hubo un tiempo en que trabajar sentado era símbolo de civilización y poder. Hoy no es así. El dolor de espalda tal vez sea, a meses de comenzada esta nueva historia, una de las más precisas expresiones de lo que significa el trabajo en la realidad contemporánea: millones de cuerpos que no pueden aflojar los hombros.
Me pongo de pie. “Tocáme acá”, le digo. Apoya su mano sobre mi espalda, demasiado cerca del hombro como para sentir lo que quiero que sienta.
“Más abajo, apenitas más abajo”, le indico. Desliza la mano hasta alcanzar el punto del omóplato izquierdo en el que pretendo que se quede. “Ahí, justo ahí. Escuchá”. Muevo mi hombro hacia abajo, luego hacia arriba, luego de nuevo hacia abajo. En el trayecto, que dura un segundo, la zona de mi omóplato cruje. Manira retira su mano como si se hubiera quemado, y sin interrumpir el movimiento la lleva hasta que tapa su boca. “¡Uh!, ¿Qué fue eso? ¡Estás hecho mierda!”. Me rio y me angustio a la vez. Me han dicho muchas veces esa frase. Incluso yo mismo me la digo.
El ruido de mi espalda es impresionante. Esta vez lo produje voluntariamente, pero suena sin que me lo proponga. “Suena como cuando se quiebra una madera, o como si trozaras varias zanahorias a la vez”, me dice Manira. “Soy menos metafórico”, le respondo, “me imagino tejidos rompiéndose”.
Hubo un tiempo en que trabajar sentado era considerado un símbolo de poder (el poder del trabajo intelectual sobre el manual) y de comodidad (del cuerpo quieto y sin fatiga física). Vivimos en una cultura que, a pesar de su adicción al turismo y al mercado global, celebra el antinomadismo y concibe al sedentarismo como condición de progreso. De hecho, nuestro más auténtico mito fundante -que atraviesa territorios, religiones, Estados- es la invención de la agricultura, una operación “inicial” de fijación. Una línea trazada en el territorio de la historia, que habría dejado lo primitivo de un lado y lo civilizado del otro. A pesar de que mucho de la agricultura requiere al cuerpo humano en movimiento (un fenómeno que las actuales tecnologías del agro están volviendo innecesario), habría que buscar ahí, en la valoración del aquietamiento, en el paso de la actividad al ciclo de la producción que opera por sí mismo, el germen de la posibilidad que hace que trabajar sentado haya simbolizado durante mucho tiempo la combinación entre la racionalidad de la gestión, el control de los acontecimientos y ausencia del cuerpo.
Según Marx, el excedente agrícola permitió la emergencia de trabajos y funciones no agrícolas, que terminaron convirtiéndose en símbolos de poder y confort. Deleuze, en cambio, afirma que la organización política paleolítica fue la que incentivó la agricultura. Para el primero, los que no tenían que trabajar para comer fueron una consecuencia del exceso de alimentos; para el segundo, el exceso de alimentos fue una resultante de las relaciones de poder político.
Según mi punto de vista, los dos acordarían en que sentarse operó como figura del poder. Y eso regiría hasta el día de hoy en que, como en la época faraónica, un símbolo de poder es un hombre sentado. Si el Pueblo Elegido tuvo que caminar cuarenta años fue para poder aquietarse al llegar. En cuanto a Jesús, está sentado al lado de Dios, que también está sentado.
Es muy probable que el significante “cómodo” nos haga imaginar alguien sentado de manera distendida. Pero basta pensar en un call center, en un consultorio médico, en un laboratorio, en un escritorio de oficina, en el ritmo repetitivo de una tarea administrativa para concluir que trabajar sentado no remite necesariamente a una posición de poder. Eso no niega que mucho trabajo físico -como el de cartonerxs, las empleadas domésticas, repartidorxs, huerterxs- suela ser el peor pago y valorado, pero no implica homologar trabajar sentado a poder ni comodidad. Suena más bien a una reminiscencia monárquica, como esas que apuntó Foucault a la hora de criticar las concepciones dominantes del poder en las sociedades modernas.
Ni cómodos, ni poderosos: mi dolor de espaldas, el dolor de millones de espaldas, están aquí para mostrarlo. Millones de cuerpos que no pueden aflojar los hombros, relajar el cuello, superar las tendinitis, dejar de bruxar, contorsionarse para ver si acaso queda una posición en la que la molestia desaparezca. De hecho, sentarse no es ausentar el cuerpo, es un modo de ponerlo. Y visto así, la diferencia entre trabajo físico y trabajo mental es de grado y no de naturaleza: no existe un trabajo sin cuerpo, como no existe un trabajo sin ideas. Se trata, lo dicho, de predominancias. Y con cada una viene un espectro de padecimientos. El proletariado industrial quedaba “frito”, “muerto”, “fusilado”, “fundido”. Al cognitariado posindustrial se nos “quema la cabeza”, se nos “apaga la tele”, se nos “exprime el cerebro”. Pero hace falta un cable para que se apague la tele, y hace falta ser conciente para saberse fusilado.
“La comodidad me dura poco tiempo”, le digo a Manira y puedo sentir como se expande un afecto de resignación que hace tiempo me acompaña. “Muchas veces, estoy sentado pero no paro de moverme. Estoy sobre la silla pero no estoy quieto”. No se lo dije porque se me ocurrió más tarde, cuando Manira ya había vuelto a su casa, pero la definición que usaría para mi situación es: “Me mueve el dolor”. Me impulsa a reacomodos constantes, vanos intentos de optimización que un segundo antes de suceder presiento como definitivos, consumatorios, pero apenas realizados se marchitan. Un eterno retorno que preferiría no conocer. Como la curiosidad, el aburrimiento, el miedo o un anhelo, el dolor es un gran operador para el deseo de fuga. Tal vez por eso, cuando hablo de mi espalda dolorida, de mi omóplato ruidoso, de mi acosado espacio interescapular, suelo decir que me está creciendo un ala. Tal vez no veo la hora de que salga de una buena vez, para poder escapar de este dolor. Hace tiempo que no puedo olvidar mi espalda. Y sobre este cuerpo ha venido a presionar una pandemia y una cuarentena, ese movimiento planetario de repliegue de los cuerpos.
La pandemia va generando historias que nos serán más o menos comunes. Los bailarines ghaneses con el ataúd, los anuncios presidenciales, los números diarios de contagios y muertos, los médicos y enfermeros sufriendo, la angustia de no saber si estamos infectados, la tristeza por conocer a alguien que murió, las cuarentenas rotas, la insoportable gravedad de ser. Y luego estarán las historias personales, las íntimas, las que se desvían de los relatos cristalizados, las sorpresivas. Tal vez las de los dolores sean habitantes de ambos registros.
En esa intersección escribo, ensayo sobre el dolor. Me pregunto si los dolores tienen formas, y si propician formas. Diría que sí, y que eso depende de su localización e intensidad, de sus pasados y futuros, del entorno en el que suceden, de los modos en que los imaginamos, de las maneras en que los mitigamos. Y afirmaría, también, que la imagen mental de un dolor tiene algo enigmático. Parece ser, antes que una imagen, una transparencia que, sin embargo, tiñe toda nuestra percepción del mundo. Freud decía que en un dolor de muelas cabía el universo, dando a entender que el repliegue sobre el propio cuerpo dolorido nos sustrae del mundo. El dolor se vuelve el mundo. Para complementar, yo agregaría que la dirección opuesta también es cierta: el mundo se vuelve dolor. Como si utilizáramos una interfaz signada por el malestar.
Pero un dolor está en relación no sólo con las relaciones intracorporales, ni con el mundo y el afuera como generalidad, sino con objetos concretos y formas físicas. Será por eso que a veces miro mi escritorio ya no con recelo sino con odio. Lo miro y veo un dolor. Tal vez los dolores, como la Ética de Spinoza, se pueden demostrar geométricamente. Por ejemplo, en mi caso, estaría en relación a una variedad de rectángulos de distintas superficies. Esos rectángulos, por lo que contienen o por las funciones asignadas, suelen llamarse silla, escritorio, laptop, teclado, pantalla, teléfono, libros, kindle. Salvo el mouse, todos los pertrechos se caracterizan morfológicamente por tener ángulos rectos o apenas combados. Y todos, salvo el teléfono, suelen usarse en posición de sentado. La mayoría son rectángulos cuyo denominador común es el de ser superficies cargadas de determinada información ergonómica, escrita y audiovisual (pobres, por lo demás, en información olfativa, gustativa).
A pesar de tener casi medio siglo, la revolución digital recién ha comenzado y sus derivas y consecuencias son imprevisibles. Sin embargo, al menos por ahora, ese huracán que ha alterado la existencia social de modos impensables hasta poco antes de su irrupción, tiene un punto de anclaje en un pasado que se remonta, al menos, a las tablillas de escritura cuneiforme: la superficie rectangular como espacio de inscripción privilegiado. ¿Será que trabajar sentado encuentra un fundamento en las formas manipuladas, y esas formas, en tanto formas, no han variado demasiado?
En esta misma pandemia circuló un meme sobre la identidad de postura que compartirían un monje de la Edad Media y un historiador contemporáneo, como si nada hubiera cambiado en los últimos 600 años. A ese meme, y a esa identidad, que vale también para otros trabajos actuales, tal vez le podamos agregar una tercera viñeta, cronológicamente anterior, con un encargado de graneros reales en la Mesopotamia Antigua. De hecho, los restos encontrados en el sur del actual Irak y la antigua Sumeria, que tienen más de cinco mil años, remiten morfológicamente a las pantallas que usamos actualmente. En ese punto, diría que seguimos viviendo en la era que abrió la arquitectura, y luego continuarían la escritura y la pintura. Si la radio fue un artefacto que, al recorrer el camino de la oralidad y la ambientación permitió formas menos estandarizadas (ovaladas, redondas, cuadradas, rectangulares, triangulares, irregulares), el cine, la televisión y la red informática han retornado, de un modo u otro, sobre la estela de la escritura y la pintura. Mi dolor de espaldas, que encuentra motivos en el uso frecuentísimo de pantallas que obligan al sedentarismo no puede no reconocer que la forma rectangular y los ángulos de 90º son decisivos. Vivo en un festival de ángulos rectos. Mi dolor es el dolor de un cuerpo que se adapta una y otra vez a la existencia constante de rectángulos.
He transitado consultorios, estudios, espacios públicos buscando la calma. He hecho Yoga, Kinesiología, Quiropraxis, Acupuntura, Masajes, Reiki, Pesas, Fútbol, Rollers, Calor. Tomo Diclofenac, té de boldo, Ibuprofeno, Ketorolac, Paracetamol, Pridinol, Aceite canábico. Muchas veces trabajo parado o acostado. Nadie puede decir que no le he prestado atención al asunto. Pero ahora, mientras escribo -de pie- esto, descubro que nunca había escrito sobre este dolor. No lo había pensado bajo el modo habitual en el que pienso, que es el de escribir. ¿Tendrá efectos clínicos, terapeúticos, comportamentales este texto? ¿Algo irá de la escritura a la espalda? Ojalá.
Ezequiel Gatto es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y licenciado en Historia (UNR). Investigador Asistente en ISHIR y CONICET, docente de Teoría Sociológica (carrera de Historia, Universidad Nacional de Rosario), traductor y coordinador de talleres, colabora y articula con diversos proyectos políticos y culturales. Participa de la editorial Tinta Limón. Publicó el libro Futuridades. Ensayos sobre politica posutopica (Editorial Casagrande, Rosario, 2018).
Conseguí tu entrada